El año 2021 ha sido de recomposición tras el durísimo impacto que ha supuesto, y supone, la pandemia para el continente latinoamericano. La precariedad de la dimensión social del Estado quedó al descubierto con la llegada del coronavirus, haciendo de muchos países de la región, como Brasil, México, Colombia, Perú o Ecuador, algunos de los escenarios de mayor mortalidad y contagio per cápita del mundo. La polaridad ideológica, el paulatino viraje hacia un posible segundo ciclo progresista, la marcada influencia de China en la agenda regional –principal garante del acceso a la vacunación contra la Covid-19– y la necesidad de replantear sus estrategias por parte de Estados Unidos o la Unión Europea son algunas de las cuestiones que han destacado en 2021 y que van a tener continuidad durante 2022.
El año 2020 fue el de mayor desplome económico en más de un siglo, con una reducción del PIB regional en casi el 8%, y que se acompañó de un incremento de la pobreza en un 7%. Esto hizo que casi cuatro de cada 10 habitantes del continente se hallen actualmente en situación de vulnerabilidad. Sin embargo, las cifras a lo largo de 2021 fueron distintas. Este año va a cerrar con un crecimiento superior al 6%, lo que supera en dos puntos las expectativas iniciales. Además, está previsto que en 2022 esta tendencia tenga continuidad, como prevén la CEPAL o el Banco Mundial, y que fijan la tasa de crecimiento del próximo año en un 3%. En todo caso, se trataría de una cifra muy por debajo de la aparentemente necesaria para la recomposición de un escenario fuertemente debilitado por la pandemia.
En el plano regional la prioridad para 2022 pasa por promover nuevos estímulos con respecto a una inversión pública y privada que está bajo mínimos, por debajo del 18% del PIB. Asimismo, los reducidos niveles de productividad y la ausencia de propuestas de diversificación económica se encuentran, en parte, matizados, por el auge de las commodities. Es decir, existe un balón de oxígeno en el actual precio del petróleo, si bien puede ser ilusorio, en tanto que, de un lado, las previsiones a corto plazo son a la baja –74 dólares el barril 2022 y 65 dólares en 2023–, y por otro lado promueven la reprimarización económica. De otro lado, a nivel interno, son tan irresolutos como estructurales los precarios cimientos de un sistema altamente afectado por la elevada inequidad, la escasa presión fiscal, la creciente informalidad y la precaria institucionalidad.
Asimismo, en 2022, algunos Estados aún deberán priorizar en su agenda la ampliación de la cobertura de vacunación, pues Bolivia, Paraguay, Honduras, Venezuela o Guatemala no han completado la pauta de la mitad de su población, y otros como Colombia, México o Perú apenas se encuentran sobre esos márgenes. Indudablemente, es un caldo de cultivo idóneo para sentimientos como la desafección política, el descontento ciudadano o la violencia permanente, especialmente significativa para con niños, jóvenes, mujeres o minorías étnicas y que arroja algunos de los peores registros a escala mundial.
En lo que respecta a la arquitectura regional el continente latinoamericano lleva sumido desde hace varios años en una crisis de identidad. Si bien el ciclo progresista de la primera década del siglo XXI consiguió impulsar interesantes escenarios de concertación regional, como la CELAC, o de cooperación intergubernamental, como UNASUR, con el paso de los años estas propuestas o bien han caído en el ostracismo, o bien han lastrado las carencias del pasado. Es decir, la desconfianza regional, la falta de liderazgos, el escepticismo hacia lo supranacional, además de la proliferación de proyectos integradores o la ideologización de la política exterior sobre la región, la cual es fuertemente oscilatoria, han sido evidentes. No obstante, 2022 puede suponer un potencial punto de inflexión. El hecho de que en Argentina, Bolivia o México, o más recientemente Perú, hayan llegado gobiernos progresistas permite la posibilidad de relanzar, con las lecciones aprendidas del pasado, algunas iniciativas o posibilidades de cooperación, más allá de liberalizar agendas económicas y comerciales. Igualmente, hay tres procesos electorales que, potencialmente,pueden marcar las posibilidades de cambio: Chile, Brasil y Colombia.
El primero acaba de producirse con motivo de la segunda vuelta de los comicios presidenciales chilenos. Éstos han tenido lugar en un marco de altísima confrontación, entre el candidato de la ultraderecha y dirigente del Partido Republicano, José Antonio Kast, y el progresista y líder de Convergencia Social, Gabriel Boric. Este último ha sido quien finalmente se ha impuesto en las elecciones, con un margen de más de 10 puntos porcentuales. En un escenario de polaridad extensible a buena parte de la región, Kast se presentó como la versión chilena de Jair Bolsonaro –con una retórica violenta, machista, ultracatólica, fuertemente sostenida en la mentira y la necesidad de la seguridad y el orden. Por su parte, el nuevo presidente Boric supo problematizar y politizar el significado de las movilizaciones sostenidas durante el mandato del saliente Sebastián Piñera. Sobre todo, en lo que tiene que ver con mayor presión y progresividad fiscal, así como el fortalecimiento de la dimensión más social del Estado. A pesar de la paridad de fuerzas de la primera vuelta, la victoria de Boric se desarrolla en consonancia con los tiempos geopolíticos de la región y, dadas las circunstancias, como ya pasó con Bachelet en el pasado, bien puede suponer un punto de inflexión desde el que mitigar el marcado unilateralismo pragmático que tanto ha caracterizado a la política exterior chilena respecto de la región.
El segundo acontecimiento electoral clave de 2022 va a tener lugar en Colombia. En marzo de 2022 serán las elecciones legislativas, mientras que, entre mayo y junio de 2022 tendrán lugar las presidenciales. En esta ocasión el uribismo no tiene, a priori, ninguna posibilidad de continuismo. Primero, porque Iván Duque, legalmente, no puede presentarse a la reelección y, segundo, porque su partido se encuentra bajo mínimos históricos de favorabilidad. La firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, en noviembre de 2016, abrió un espacio político muy importante para la izquierda, e hizo gravitar los ejes de la confrontación partidista más allá del binomio paz/guerra. Esto ya pudo observarse en 2018, cuando el progresismo obtuvo el mejor resultado de su historia, superando los ocho millones de votos. En esta ocasión, la presidencia colombiana parece que se disputará entre el Pacto Histórico Nacional, que es una confluencia de partidos de izquierda, que encabeza Gustavo Petro; y la llamada como Coalición Centro Esperanza, entre el centro-izquierda y el centro-derecha, cuyo candidato será elegido en marzo de 2022 –aunque todas las opciones apuntan al también excandidato presidencial, Sergio Fajardo. Cualquiera de los dos espacios políticos comparte la necesidad de fortalecer al Estado a través de políticas públicas más eficaces, con un mayor acento social, y sobre la base de un mayor gasto público. Además, una eventual victoria de Petro podría reposicionar a Colombia en un tablero latinoamericano en donde, como sucede con Chile, ha primado la posición unilateral y la desconfianza hacia la arquitectura regional.
En cualquier caso, las elecciones que más impacto geopolítico van a tener sobre el continente serán las de octubre de 2022, en Brasil. Son tres los nombres de partida que están llamados a la disputa. El primero, el actual presidente, Jair Bolsonaro. Su pésima gestión de la crisis pandémica ha lastrado muy notablemente su popularidad. Los indicadores sociales y económicos durante su gobierno se han visto fuertemente afectados y, conocedor de su difícil situación política, recientemente ha optado por abandonar el discurso de la antipolítica y concurrir bajo las siglas del tradicional Partido Liberal, a la vez que impulsa iniciativas de erradicación de la pobreza, como Auxilio Brasil, inspiradas en las Bolsas Familia que creó el Partido de los Trabajadores. Aun con todo, a Bolsonaro le quita importantes respaldos la candidatura del ex juez a cargo del caso de corrupción Lava Jato, Sergio Moro. Una figura más refinada y contenida en su exposición pública, pero que igualmente parte de planteamientos marcadamente conservadores, apegados a la idea de fortalecimiento del orden y la seguridad. Además, su campaña parte de dos acontecimientos tan notorios como que fue quien encarceló a Lula da Silva y quien, igualmente, renunció a seguir siendo parte del gobierno de Bolsonaro. Sea como fuere, todas las encuestas apunta hoy en día a que el expresidente Lula volverá a ocupar el puesto de mandatario en el Palacio de Planalto. La erradicación de 40 millones de pobres bajo su mandato y el fortalecimiento de la democracia brasileña debe sumarse a una agenda regional, y global fuertemente inspirada en la cooperación, el multilateralismo y la transparencia. Su llegada, además de suponer un giro de 180º en la política interna, ad extra impulsaría la arquitectura regional, más allá de Mercosur, influyendo también en diálogo con Estados Unidos y la Unión Europea.
Estos dos actores tienen en 2022 la posibilidad de avanzar en un marco de transformación de las relaciones geopolíticas que, si bien ha sido verbalizado por la Casa Blanca y por Bruselas, por el momento apenas ha sido abordado. Indudablemente, si Washington no quiere seguir perdiendo influencia en su otro patio trasero es necesario replantear la esencia del diálogo interamericano. Cada vez hay más dudas de que la OEA, tal y como está concebida, sea el escenario idóneo para ello. Desde la primera presidencia de Barack Obama ha sido patente su pérdida relativa de poder. La posición de confrontación asumida durante los cuatro años de Donald Trump y el papel intervencionista asumido durante el golpe de estado a Evo Morales en Bolivia, en noviembre de 2019, abrieron una ventana de oportunidad política que no ha sido aprovechada por la Unión Europea. Sus prioridades siguen ancladas en otras partes del mundo que no son el hemisferio occidental, como recientemente, de manera autocrítica, ha reconocido el mismo Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Cooperación, Josep Borrell. Empero, parece muy difícil que vaya a haber un cambio en la agenda de prioridades, tal y como se puso de manifiesto en la reciente cumbre CELAC-UE, en julio de 2021. A tal efecto, las relaciones económicas a través de los Acuerdos de Asociación Estratégica –como sucede con el Sistema de Integración Centroamericana o con Colombia y Perú– tendrán en 2022 la consumación de un nuevo reto: conseguir la ratificación del Acuerdo entre la Unión Europea y Mercosur. Un Acuerdo sobre el que se viene trabajando desde mayo de 2010, pero que sigue alimentando importantes resistencias. Lo anterior, de acuerdo con el profesor José Antonio Sanahuja, tanto entre los Estados europeos de la coalición agrícola y ganadera –liderados por Francia–, como por parte de los verdes representados en el Parlamento Europeo –a tenor de la política medioambiental que propone el Acuerdo– o de los gobiernos de Uruguay o Brasil –en donde, incluso, Jair Bolsonaro hace las veces de perfecto saboteador.
Dentro de este escenario de incertidumbres, una certeza será la que tenga que ver con China. Su comercio apenas se vio afectado en la región por la llegada del coronavirus –como sí sucedió a Europa o EE UU, con restricciones comerciales próximas al 30%. El gigante asiático es el primer o segundo socio comercial en todos los Estados de la región y su intercambio comercial supera ampliamente los 300.000 millones de dólares, acompañados de una inversión extranjera que supera los 200.000 millones. Especialmente, en un marco de recuperación global como el actual, América Latina provee materias primas a muy bajo coste, a cambio de un posicionamiento notable de la industria de bienes y servicios gracias a un elevado ritmo de industrialización. Muy posiblemente, en 2022 habrá continuidad con lo acontecido este año, de manera que la relación asimétrica se seguirá profundizando, pero con la dificultad para la región de disponer de valores agregados propios y una industrialización más sólida. Así, habrá que seguir muy de cerca la Cumbre Empresarial China –América Latina y el Caribe, a celebrar en 2022 en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, y la continuidad de otros elementos de gran relevancia, como la presencia del gigante asiático a través de vacunas, mascarillas y otro material sanitario, o gestos como la donación de tecnología Huawei para optimizar la respuesta frente a la pandemia.
En conclusión, 2022 integra necesidades y demandas aún por resolver, especialmente, en el plano socioeconómico de los Estados y la región, toda vez que puede implicar profundos cambios en el ámbito geopolítico. El posible cambio de color ideológico en dos países, hoy conservadores como Colombia y Brasil, tal como ha ocurrido en Chile, puede ayudar a recomponer tanto el maltrecho entramado regional latinoamericano, aparte de las relaciones con terceros como la Unión Europea o incluso China. En todo caso, son aspectos que se integran en ciclos mucho más amplios de transformación, más estructurales que coyunturales, pero que como sucedió a inicios de la primera década de este siglo, necesitan de estímulos y punto de inflexión que, a lo largo de este año, pueden encontrar los resortes necesarios para un urgente cambio de rumbo.