A mediados del pasado mes de octubre de 2019 los estudiantes secundarios de diferentes comunas de Santiago de Chile se rebelaban ante una subida de 30 pesos para acceder al metro de la misma ciudad capital. A partir de ahí, y una vez desechada la medida por parte del gobierno, se desata una escalada de manifestaciones no solo en la capital, sino a lo largo de todo el país. El estallido social hizo que la ciudadanía entendiera que “Chile había despertado”. A pesar de las represiones violentas del cuerpo de Carabineros y las Fuerzas Armadas de Chile, las movilizaciones no paran, ni tienen fecha de caducidad a la vista.
Entonces, ¿por qué sucedió y sigue sucediendo este fenómeno social de carácter transversal? Uno de los lemas callejeros surgidos en el centro de la imagen de la desigualdad en la capital chilena (Plaza Italia, ahora renombrada popularmente Plaza Dignidad), ya que de allí se diferencia hacia arriba o hacia abajo si eres más rico o pobre respectivamente, fue “no son treinta pesos, son treinta años”. Pero ¿por qué treinta años? Estamos a meses de que Chile cumpla treinta años de su Constitución vigente, la del año 1980. Aquella Constitución fue construida y pensada en la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet Ugarte, el cual contó con economistas neoliberales entrenados en la Chicago University en conexión con la Universidad Católica de Chile, del cual provenía, por ejemplo, Jaime Guzmán, uno de los valedores del modelo neoliberal en el país.
La gente movilizada y en la calle ha centrado sus quejas y reclamos en un cambio constituyente por lo que representa la actual Constitución, un documento plagado de promesas ante un periodo democrático (a partir de 1990 con Patricio Aylwin del Partido Demócrata Cristiano) en el cual no solamente no se discuten los principales puntos de la misma, sino que se profundizan. Comienzan a llevarse a cabo y a desarrollarse muchos de los puntos pensados y construidos en dictadura como el sistema de pensiones privado (AFP), el sistema educacional, la privatización del agua o el avance de un sistema de consumo basando en la deuda individual-familiar.
En el transcurso de “aquellos treinta años”, la ciudadanía deposita su confianza en la famosa canción de la campaña del “No” del plebiscito de 1988 que cantaba “Chile, la alegría ya viene”. Al parecer la alegría nunca terminó por aparecer y todo se quedó en un mero anuncio publicitario. El recrudecimiento de las condiciones de vida en un sistema político apoyado en Tratados de Libre Comercio, la inversión extranjera, el desarrollo de una economía basada en la venta de materias primas (cobre, litio) o en la política de bonos y subvenciones sociales (discriminación positiva) ante una precarización continua y desmedida de unas clases medias más sociológicas que económicas. El ajuste de las pensiones (AFP) en mensualidades miserables, la afluencia de los últimos años de la temporalidad laboral, la dificultad de las clases más pobres para acceder a un sistema educativo secuestrado por la deuda estatal (CAE o Crédito con Aval del Estado) y la creciente desigualdad social y cultural existente entre el 1% de Chile que retiene el 33% del PIB, terminó por provocar una desafección masiva en un sistema que no funcionaba para conquistar proyectos de vida dignos e ilusionantes. La confianza y el “pacto social” de una “Transición a la democracia”, de apenas dos años, se rompió en mil pedazos.
A pesar de esta situación, no se trata únicamente de esta coyuntura histórica de treinta años. En términos históricos, lo que supuso la implantación de un modelo neoliberal en Chile supuso las bases de un sistema desigual e injusto para las mayorías sociales que hoy se manifiestan en las diferentes regiones del país. Ahora bien, las causas históricas nos llevan hacia un siglo más anterior, al siglo XIX. En tiempos decimonónicos se construyen los denominados Estados nacionales bajo proyectos liberal-republicanos. El paradigma liberal político clásico promovía un sostenimiento de cada Estado mediante la representación igualitaria de la sociedad (soberanía popular), así como un sistema organizado y equilibrado en materia de ingresos (impuestos, fiscalidad progresiva) y de redistribución de los mismos según cada caso.
En la región (América Latina), finalmente se abogó por la construcción de Estados débiles políticamente hablando y presa de dictaduras, presidentes autoritarios y grupos de poder que son los que, efectivamente, comandan la crisis y el cambio “revolucionario” desde el denominado Antiguo Régimen hasta los sistemas de Estado-nación decimonónicos. Esta situación genera graves consecuencias de carácter económico, lo que provoca dependencia en la región hasta nuestros días. La ralentización de la llegada de una industrialización fuerte sujeta a una visión cortoplacista del escenario económico-financiero, hizo que países como Chile, Colombia o Ecuador cayeran en la dependencia de sus materias primas, y por ende, de los vaivenes del mercado capitalista recientemente abierto tras la caída de los grandes imperios.
Llegado el siglo XX la situación no mejora y los partidos de masas, nutridos por el sufragio universal, caen en los populismos y en los clientelismos de necesidad inmediata, creando una relación de confianza unilineal y de subordinación en la ciudadanía. Muchos politólogos en la actualidad se refieren a esto como un fenómeno de “desafección política” como producto de la relación entre los políticos y la propia ciudadanía. Pero lo cierto es que esta situación, insistimos, de corte regional en América Latina, tiene su causalidad mucho antes. La percepción de la sociedad ante “la política” como inútil en términos de representatividad de la propia sociedad no es baladí. Chile hace unas pocas semanas era “el oasis” dentro de la región latinoamericana. Ahora es sinónimo de caos. El peso chileno, caracterizado por ser estable internacionalmente, ha caído en picado tras la desconfianza de los mercados en las instituciones nacionales. Unas instituciones que habían logrado índices ideales en términos macroeconómicos (PIB; PIB per Cápita; PNB, etc.), pero extremadamente desigualitarios en términos microeconómicos. El Estado chileno, entendido como una maquinaria burocrática y no como parte del conjunto de la sociedad, como muchos otros en la región, siguieron fielmente los postulados del denominado Consenso de Washington de 1989 que sería acuñado por el economista estadounidense John Williamson.
Los puntos de este Consenso marcan la agenda política de la región a partir de entonces tanto en materia fiscal (orientada en hacia el crecimiento económico), empresarial (privatizaciones de las empresas estatales) como comercial (liberalización de las importaciones, de los aranceles…, desregulación de la competencia, etc.), entre otras medidas, siendo Chile el “alumno prodigio”. Esto se debía a que Chile, al haber sufrido un Golpe Militar en el año 1973, financiado y orquestado por la NSA, CIA (Richard Nixon; Henry Kissinger) y grupos de poder locales (derecha chilena, grandes empresarios, medios de comunicación, etc.), cuyo propósito era implantar por vez primera un sistema neoliberal en el mundo, había recibido un violento shock social y cultural que propició un escenario idóneo para la experimentación política y económica en torno a este nuevo modelo en el país.
La venta de una idea de vida basada en el emprendimiento, el esfuerzo individual y en la popular psicología y farmacéutica que se desarrolla a partir de los años 90 (libros de autoayuda; antidepresivos, etc.) es masivamente estimulada bajo incentivos de consumo y progreso individual. Tras caerse el débil velo de todo ello, con una simple subida en el metro en el caso de Chile, la gente, transversalmente, reconoció que el problema no eran ellos, sino un sistema fundamentado en la atomización social, la precariedad, el cortoplacismo, el negocio desenfrenado de los poderosos y en un orden público represor de corte iliberal. A día de hoy, la región es una olla a presión y la difusión de las movilizaciones y del ejemplo que están dan de la fuerza de un pueblo organizado está motivando internacionalmente a países con problemas comunes, como es el caso colombiano. En otros casos como el boliviano, la ciudadanía se levanta ante un Golpe de Estado comandado por la derecha evangélica y racista del país. La fuerte represión y la brecha social y cultural ha vuelto dividir, de forma violenta, al país nuevamente tras la estela de una problemática histórica: la creencia en gobiernos fuertes (hiperliderazgos) y en Estado débiles (ciudadanía dependiente y vulnerable ante las crisis venideras).
Ante la crisis de los países en movimiento, la ciudadanía tiene una oportunidad histórica no solo para rebelarse, sino para empoderarse y comenzar a deliberar colectivamente. ¿El siguiente paso? Pensar y construir ideas que nos lleven a proyectar escenarios de futuro verdaderamente ilusionantes, inclusivos e igualitarios.
Publicado originalmente en NODAL.