A lo largo de las últimas semanas no paramos de recibir informaciones de protestas a lo largo y ancho del mundo que demuestran que el final de este 2019 promete ser, cuanto menos, bastante más convulso de lo que nos esperábamos al iniciarlo. Desde Santiago de Chile hasta Hong Kong, las protestas de algunos sectores sociales contra ciertas decisiones políticas o judiciales se han hecho con el protagonismo de la mayor cantidad de horas de emisión en telediarios y programas de análisis de la actualidad. No obstante, si hay algo que realmente se ha retransmitido desde principio a fin y con una presencia aún mayor que la de cualquier otro tipo de protesta o manifestación, eso es la violencia. Sin miedo a incomodar o exagerar, si algo han demostrado tener en común todas las oleadas de protestas que hemos estado viendo durante estos últimos meses es el componente de violencia presente (en diferentes grados de intensidad) en todas y cada una de ellas. Para muchos analistas y políticos, esta violencia es insoportable, insostenible, indefendible y, sobre todo, inaceptable en cualquier estado democrático (nótese que, si dichos “expertos” en el tema consideran que tal o cual estado es una dictadura, la violencia pasa a ser soportable, necesariamente debe sostenerse en el tiempo, es defendible, justificable y la única salida digna). Sin embargo, este fenómeno al que estamos asistiendo protagonizado por intensos enfrentamientos entre fuerzas de seguridad y manifestantes no parece ser algo esporádico, extraño y de difícil análisis; más bien da la sensación de que, sin ánimo de resultar apocalíptico, debemos ir haciéndonos a la idea de que la violencia ha venido para quedarse en el ADN de las protestas sociales que están por venir.
Este fenómeno que vamos a analizar en esta pequeña reflexión se remonta (si no tenemos en cuenta el constante clima de enfrentamientos violentos vividos en Venezuela y Nicaragua que, desde nuestro punto de vista, sería tema de otro análisis mucho más extenso) a las movilizaciones de los Chalecos Amarillos en Francia iniciadas en 2018. Es este el punto de partida que consideramos necesario retomar para poder comprender la deriva de un tipo de protesta masivo y pacífico a uno más o menos “novedoso” de protesta masiva y violenta (con todos los grados de violencia diferentes que se puedan observar). A raíz del ejemplo de estas protestas masivas que estallaron en Francia a causa de algo que, en un principio, podría parecer nimio (la subida del precio de los carburantes), el resto de protestas que hemos vivido durante este 2019 han reproducido casi el mismo patrón: una chispa que enciende una hoguera largo tiempo caldeada, una reacción violenta por parte de los manifestantes que llevan acumulando agravios durante un tiempo considerable, y una represión en ocasiones desmesurada (con muertos encima de la mesa) que no hace otra cosa que añadir más leña a ese fuego ya de por sí descontrolado. Es así como se inicia una espiral violenta que difícilmente llega a rebajar sus niveles, sino que se acrecienta y descontrola aún más.
Sin pararnos a justificar o considerar aceptable el uso de la violencia en una protesta, es necesario considerar ciertas pautas para poder intentar comprender qué es lo que ha llevado a los manifestantes de Ecuador, Chile, Francia, Hong Kong, España, Bolivia (este caso con sus peculiaridades propias), Estados Unidos (los disturbios que suceden de un tiempo a este parte por el auge de grupos de ultraderecha o problemas derivados del racismo), y un largo etcétera, a recurrir a la violencia en diferente gradación para defender sus derechos sociales, políticos, civiles o económicos. En primer lugar, debemos tener en cuenta dos elementos que, consideramos, resultan de vital atención: la crisis económica de 2008 y los movimientos de indignados iniciados en 2011. Procedamos, pues, a un gran resumen y un análisis breve de estos puntos.
En numerosos lugares del planeta, la crisis económica, social, política e, incluso, generacional, iniciada en 2008 no ha finalizado o se ha cerrado en falso. Es decir, debido a la profunda caída de los ingresos de los estados, la fuerte presión para la regulación del gasto público y los constantes recortes en el Estado del Bienestar, se tradujeron casi instantáneamente en una destrucción de la práctica totalidad de la clase media existente. Esto no hizo otra cosa que generar una masa crítica que acabo cristalizando en los movimientos indignados iniciados apenas dos años después en el famoso movimiento del 15M en Madrid (España). Con el paso del tiempo, estos movimientos sociales de protesta contra una crisis económica desorbitada y las respuestas que se estaban desarrollando contra ella acabaron derivando en una serie de movimientos políticos de corte izquierdista-populista-contestatario cuyos principales ejemplos pueden ser Podemos en España o Syriza en Grecia. No podemos dejar de mencionar que, por ejemplo, en América Latina estos movimientos o bien ya se encontraban en el poder (véase los gobiernos inspirados en el Socialismo del Siglo XXI) o derivaron en protestas muy concretas y sectorializadas (por ejemplo, las luchas estudiantiles en Chile que acabaron derivando en la elección de algunos de sus líderes para el Congreso a través del Frente Amplio y el Partido Comunista de Chile). El movimiento Ocuppy Wall Street se estrelló con una serie de barreras que acabó haciendo derivar a la opinión pública en dos corrientes: una que apoyaba la mano dura y el retorno a las fronteras nacionales y otra que se centró en la defensa de los derechos de diferentes colectivos minoritarios.
Los ejemplos utilizados para Europa, Podemos y Syriza, supusieron dos cosas. Por un lado, una gran esperanza de que las protestas masivamente pacíficas podrían llegar a importantes puestos de gobierno local o nacional desde las que ejercer una presión contra la austeridad. Por otro lado, una auténtica desilusión generalizada cuando apenas consiguieron nada de lo que se habían propuesto (véase el relativo fracaso de Podemos y sus Gobiernos del Cambio en España, y el giro brutal que sufrieron las políticas de Syriza en Grecia ante la amenaza de expulsión de la Zona Euro). Estos puntos resaltados supusieron un salto muy importante en la concepción de una enorme masa popular que se iba incendiando en torno a dos aspectos: la no violencia no ha servido y no hay esperanza de conseguir nada por las vías tradicionales. Por lo tanto, nos encontramos con una masa social muy importante que ha sufrido lo más duro de la crisis económica de 2008, que puso sus esperanzas en unos movimientos contestatarios pero que seguían las reglas del juego democrático establecido y que tampoco buscaban una destrucción y sustitución del sistema (solo algunos cambios para hacerlo más justo), y que, finalmente, se siente defraudada, engañada, enfadada y abandonada. Del mismo modo, no podemos perder de vista que la inmensa mayoría de estos manifestantes que usan una respuesta violenta ante el sistema son jóvenes que han vivido la mayor parte de su vida en un estado de crisis constante, bien sea económica, social, laboral, cultural; en definitiva, una CRISIS con mayúsculas. Son plenamente conscientes de que el sistema hace aguas por todas partes y, gracias a las redes sociales y la comunicación instantánea, no necesitan hacer algo novedoso para protestar, simplemente siguen olas ya imperantes e, incluso, utilizan estrategias tremendamente similares (véanse los intentos de cegar a la policía con láseres, estrategia utilizada en Hong Kong, Barcelona, Santiago de Chile, Quito, etc.). Y todos ellos solamente necesitan una cosa: una chispa que haga prender una pira que se lleva construyendo desde hace años.
Estas personas han ido acumulando una serie de agravios y ataques que, finalmente, solamente necesitan una ligera chispa para hacerles estallar. Son grupos sociales que han sido golpeados constantemente por el sistema y que, por alguna extraña razón, nadie tenía en consideración que pudieran tomar el camino de la respuesta violenta. La historia nos ha enseñado en numerosas ocasiones que apretar y apretar a un cierto sector social no suele salir bien pero, en ocasiones, se nos olvidan algunas lecciones históricas. En definitiva, el tipo de protestas al que estábamos acostumbrados difícilmente va a ser la tónica de las que vienen. La violencia (bien sea enfrentamientos directos con las unidades de antidisturbios, quema de contenedores o barricadas en las calles) ha venido para quedarse en el imaginario de la protesta social.