Nos hemos vuelto tediosamente conformistas, pánfilos y pesados con las preguntas que nos hacemos en torno a nuestra actualidad y a nuestro futuro. El mundo está mutando a un ritmo demencial ante nuestros ojos torpes y no sabemos cuál de los numerosos órdagos que nos arroja el presente debe fijar nuestra atención. ¿En qué tema centrarnos? Hay un rico menú de retos y amenazas para los glotones de incertidumbres, conmociones y distopías probables. Y con tantísimos platos, vamos, y pedimos pan y agua. Ante los colosales espectáculos que suponen el fin de la hegemonía occidental, el aumento global de la desigualdad y la crisis de las democracias representativas, los medios, pensadores, políticos y actores civiles de nuestro tiempo van y se hacen preguntas soberanamente aburridas. Piensen los lectores, si no, en el tema catalán y en cómo las grandes cuestiones que van aparejadas al mismo han sido ensombrecidas por interrogantes del tipo: ¿fue ilegal o no el referéndum?, ¿es legítima la independencia?, ¿cuántos años entre rejas merecen los jordis, los junqueras y sus compinches?, ¿quién ayudó a huir a Puigdemont?, ¿cuántos catalanes quieren la independencia?, ¿cómo de violentos, malvados e irresponsables son los radicales de Cataluña? bla, bla, bla, bla, bla.
Preguntas pequeñas, raquíticas y suicidas, que solo pueden acabar en respuestas simples, en soluciones binarias y en enfrentamientos irresolubles. Velos que ocultan la profundidad real de un fenómeno que pone en cuestión la viabilidad de España como proyecto político y de la democracia liberal como medio de gestión y resolución de conflictos colectivos. ¿Pero es que no ven las cuestiones grandiosas que se ocultan más allá de la epidermis de esta pugna sin precedentes? ¿No nos invita manifiestamente la crisis de la democracia española (crisis “catalana” para los malos preguntadores) a repensar las bases de la soberanía moderna, de la potestad política atribuible a las naciones, de la arquitectura institucional de los estados euroamericanos? Algunos (¡ya oigo sus risitas despectivas!, ¡Ya veo sus rostros desencajados de puro escándalo!) responderán rápidamente que no, que esto es una crisis coyuntural, resoluble gracias a la fortaleza de la democracia española, al garantismo del poder judicial y a la madurez de una ciudadanía que tarde o temprano comprenderá que el continuismo sin ambages de la Constitución del 78 es nuestro único camino hacia la salvación. Este artículo no es para plantearles una contestación que ya les están planteando los hechos desnudos, es para hacernos una pregunta interesante.
Puesto que hay tantas posibles, hoy he querido formular una muy poco relevante, pero divertida. Ya que el catalanismo ha decidido, muy legítima y astutamente, revestir sus mitos políticos e identitarios con los ropajes del republicanismo, es evidente que la actual crisis de la democracia española nos devuelve al debate secular en torno a la idoneidad de la república y de la monarquía como formas de estado. Hace unos pocos días, un buen profesor y amigo al que me encanta llevar la contraria me comentaba que la única solución viable para trascender el conflicto era la de abrir un proceso constituyente que convirtiera a España en una república federal. Yo, que siempre he querido emular a los “discutidores” que aparecen en las novelas de Alejo Carpentier, vi una magnífica oportunidad para iniciar una polémica razonablemente vehemente y crispante. Mi té del desayuno estaba hirviendo y había que hacer tiempo.
No entiendo por qué una república es estrictamente necesaria, le dije. Comprendo que el independentismo catalán recurra al ideal republicano para contraponer la idea de una caduca monarquía autoritaria asociada al estado español con la de una joven república catalana subida al carro de la modernidad democrática. Entiendo también que, en el particular contexto español, la izquierda y los nacionalismos periféricos signifiquen el republicanismo a partir de su interpretación de las experiencias que fueron de 1931 a 1936, asociándolo con la autonomía territorial, la justicia social, la modernización económica, y el igualitarismo de izquierdas. Sin embargo, le dije, tú y yo sabemos que la historia reciente demuestra que repúblicas las hay de muchos colores y signos políticos y que no siempre son consustanciales a proyectos democráticos e igualitarios.
Enseguida puse en marcha mi artillería sofística, bombardeándole con un sinfín de regímenes republicanos en que la jefatura de estado acumula poderes excepcionales, está cooptada por estructuras partidistas y clientelares y favorece una gestión abiertamente antiliberal del poder. De China a Rusia, pasando por los países de América Latina, Filipinas, Irán, Turquía o incluso por los Estados Unidos e Italia, nos encontramos ante repúblicas que no gozan de mayor salud democrática que España, Australia, Canadá, Suecia, Bélgica, o el Reino Unido. Xi Jing Ping concentra, le dije con sorna, más poder que cualquier soberano de la dinastía Qing, Putin más que el más poderoso de los Romanov y Sebastián Piñera más que cualquier virrey. Inmediatamente, mi interlocutor, cabreado por mi forma abiertamente agresiva y demagógica de violentar su ethos ateniense, me espetó que demandar una república para España no era el equivalente a pedir la emulación de los ejemplos citados. Su idea era abrir la puerta para que se regenerasen los proyectos estructurales que habían caracterizado al republicanismo occidental desde sus raíces grecolatinas y liberales: la existencia de una ciudadanía responsable y virtuosa, bien educada y unida por una fidelidad compartida al estado de derecho; el respeto inveterado de electores y elegidos a una institucionalidad garante de la igualdad y de la dignidad de los ciudadanos; la primacía de los intereses de las colectividades por encima de las aspiraciones partidarias o personalistas; la capacidad de negociar esos intereses a partir del diálogo asambleario; etc.
En esta inspirada enumeración se entretuvo mi amigo mientras yo pude por fin beberme mi infusión. Cuando terminó, le respondí, “tu republicanismo, amalgama de platones, arístoteles, hamiltons y rosseaus, me remite a cómo debería funcionar idealmente cualquier estado de derecho democrático, pero sigo sin ver la necesidad de una jefatura de estado republicana en él”. De hecho, le dije, podría darse el caso de que una reforma constitucional republicana en España se limitara a desterrar del poder a la dinastía reinante, instalando en su lugar al partido político que ganase las elecciones de turno y no cambiando ningún aspecto relevante de la organización legal, territorial y política del país. Lo único que podría justificar eso sería entender que la jefatura de estado debe ser electiva, pero en una democracia sana no todas las magistraturas han de serlo, como demuestra el hecho de que nuestros jueces, profesores y médicos lleguen a sus cargos por oposición. Además, una monarquía, le provoqué, es consecuente con la tradición europea, asegura una jefatura de estado independiente y facultada para sostener un papel simbólico aglutinante más allá de las coyunturas políticas.
En ese instante, mi amigo, también discutidor, pudo pasar fácilmente a la ofensiva. Al igual que tú has invocado ejemplos concretos para atacar a la república, podría decirte que la monarquía española de hoy no puede funcionar como una instancia aglutinante por su particular recorrido histórico y por la desafección que se le profesa en varios ámbitos de la izquierda y el nacionalismo. Además, la historia reciente de las monarquías constitucionales ha revelado que, lejos de reforzar a las instituciones, las coronas se han convertido en nodos clientelares, dedicados a mercadear favores, a abrir fundaciones sospechosas y a acumular riquezas. Tal vez, me dijo, sería más inspirador revisitar elementos de aquellas monarquías jurisdiccionales previas al Estado-nación, en las que la corona era el centro articulador de unas corporaciones civiles y de unos reinos que gozaban de autonomía los unos de los otros y que gracias a la organización policéntrica del Antiguo Régimen podían combinar sin problemas la unidad con la diversidad.
Había que levantarse y dejar el desayuno, así que la conclusión fue que uno de los problemas de nuestra contemporaneidad es que tenemos repúblicas sin republicanismo y monarquías vaciadas de otro contenido que no sean la propaganda y el patronazgo. No se trata, concordamos, de la forma de estado, sino de redefinir los proyectos institucionales y cívicos que deben dotar a dicha forma de contenido. En medio de una crisis de valores e ideas políticas, concluimos, estaba claro, que era bueno volver a preguntarse algo tan básico como qué define a las repúblicas y a las monarquías. Solo se trata de una excusa para redefinir, desde la imaginación y la profundidad, qué forma de gobierno queremos para los próximos doscientos años. Seguramente, las respuestas a este dilema nos lleven mucho más allá de las fórmulas ya conocidas y nos permitan inventar nuevos sistemas de consenso político y de gestión de la diversidad socioeconómica. Solo las respuestas originales a interrogantes complejos tienen el potencial de regenerar la democracia. En fin, el desayuno acabó. Demasiadas preguntas escandalosas, nos dijimos. Pero escandalosas han de ser las preguntas arrojadas desde la academia en estos tiempos tan inciertos como emocionantes. Dejemos de interpelarles con una letárgica sosería y podremos repensar el orden mundial desde sus cimientos.