Crisis de la representación y subjetividad neoliberal en el fracaso del proceso constituyente en Chile

Jorge Costa Delgado (*)

Después de dos propuestas de nuevas constituciones rechazadas en sendos plebiscitos, el segundo de ellos en diciembre de 2023, el proceso constituyente iniciado en noviembre de 2019 parece encontrarse en un callejón sin salida. Las declaraciones del presidente Boric después de conocer los resultados electorales, daban por cerrado el proceso constitucional durante su mandato y situaban en el ámbito de “la política”, en oposición al “pueblo” o la “ciudadanía”, la responsabilidad del fracaso. Pero más allá de las palabras de Boric, ¿cómo interpretar el muy extendido señalamiento de la política como responsable última del fracaso?

Aunque el proceso constituyente se inició formalmente el 15 de noviembre 2019 con el llamado “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución”, el detonante fue el Estallido social: las movilizaciones masivas que atravesaron todo Chile desde octubre del mismo año. Tanto el acuerdo como el proceso constituyente en sí fueron un intento de articular una salida desde la política institucional a una grave situación de crisis, con una movilización de enorme transversalidad, amplitud y violencia, pero que no fue capaz de consensuar un programa de acción o demandas concretas, de nombrar interlocutores para negociar con el Gobierno, ni tampoco de plantear una institucionalidad alternativa a aquella que parecía impugnar.

Por supuesto, la cuestión de la ilegitimidad de la Constitución promulgada en 1980, en plena Dictadura, estaba en la agenda política desde muchos años atrás. El texto sancionó unos estrechos márgenes de acción política que blindaban el modelo socio-económico neoliberal, además de establecer requisitos muy elevados para una reforma constitucional de gran calado. De ahí que académicos como Carlos Huneuus se refieran al modelo político chileno post-dictadura como una “democracia semisoberana”[1]. En 2005, bajo la presidencia del socialista Ricardo Lagos, se produjo una reforma del texto constitucional que, pese a abordar cambios importantes en el plano de la autonomía del poder legislativo y la subordinación de las fuerzas armadas al poder político, no eliminó el blindaje del modelo de Estado subsidiario. Por supuesto, tampoco satisfizo a quienes cuestionaban la evidente ilegitimidad en el origen del texto constitucional. Más recientemente, entre 2015 y 2018, la segunda presidencia de la también socialista Michelle Bachelet inició un proceso constituyente con varias instancias de participación ciudadana. Sin embargo, no contó con suficiente respaldo institucional y quedó en una propuesta de reforma sin posterior recorrido en el congreso, aunque la experiencia participativa de los Encuentros Locales Autoconvocados y los cabildos tuvo su eco durante el Estallido y la apertura del posterior proceso constituyente.

El Estallido social de 2019 expresó en una movilización masiva el malestar[2] ante la desigualdad socio-económica resultante del modelo neoliberal y la crisis de legitimidad de instituciones clave en la democracia chilena. ¿Pero qué hacer ante una perentoria demanda de soluciones que es, al mismo tiempo, incapaz de articularse por sí misma y de reconocer legitimidad a ninguna de las instancias a las que se dirige? Creo que parte importante del fracaso del proceso constituyente se encuentra en la dificultad de responder políticamente a esta pregunta. La dimensión de esa incapacidad política no se comprende bien sin tener en cuenta que el proyecto neoliberal no solo impuso un modelo económico y político a nivel estructural o institucional, sino que su desarrollo también produjo una subjetividad política masivamente extendida, que constituye igualmente a quienes se movilizan contra sus efectos.

En su libro En las ruinas del neoliberalismo, Wendy Brown[3] plantea una hipótesis para explicar el ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente. Según Brown, el proyecto neoliberal consiste en una desdemocratización de la política: reduce al mínimo la dimensión social de la existencia y ataca las políticas orientadas a la justicia social, particularmente las que se encarnaron institucionalmente en las diversas versiones del Estado social entre los años 30 y 70 del pasado siglo. A cambio, impone la implantación y sostenimiento del libre mercado como forma de organización económica y la extensión de una moral tradicional, centrada en el ámbito familiar, como forma de disciplina social. Sin embargo, los triunfos parciales de los defensores del neoliberalismo han generado efectos no deseados por ellos mismos. Estos, combinados con lógicas sociales y políticas preexistentes o modificadas por el propio neoliberalismo, han producido la aparición de nuevas políticas autoritarias difíciles de definir.

La estimulante hipótesis de Wendy Brown puede adaptarse para estudiar el fenómeno chileno –y otros similares– más allá del caso específico del avance de los autoritarismos. Brown habla de “una especie de retorno de lo reprimido en la razón neoliberal –una feroz erupción de las fuerzas políticas y sociales a las cuales los neoliberales se opusieron, subestimaron, y a la vez deformaron con su proyecto desdemocratizador–”[4]. La sociedad, la vida pública civil e institucionalizada degradada por el neoliberalismo, resurge de manera violenta y desbordante por los precarios cauces políticos que encuentra, “sin normas cívicas comunes ni compromisos”. Aquí, el diagnóstico de Brown quizás pueda modificarse parcialmente: el desbroce neoliberal no genera sistemáticamente una respuesta autoritaria desde distintas formas de privilegio heridas, sino que produce una demanda de recuperación de vínculos sociales y prácticas políticas alternativas relativamente indeterminadas desde el eje ideológico derecha/izquierda. Los intentos de dar salida estas demandas, tanto por la derecha como por la izquierda, oscilan entre fases de radical horizontalidad y de construcción de liderazgos carismáticos. Cuando una izquierda con potencial emancipatorio intenta hegemonizar estas demandas, no logra cuajar en formas de organización política capaces de revertir la degradación neoliberal de lo público, o solo lo hace de manera minoritaria y precaria. Quizás la derecha no tenga las mismas dificultades: las ruinas del neoliberalismo dejan un terreno de juego inclinado a su favor. En todo caso, el amplio consenso en torno a la combinación de capitalismo neoliberal y democracia representativa previo a la crisis de 2008 parece irreversiblemente roto.

El reciente ciclo político chileno abierto en 2019 (Estallido social – Inicio del proceso constituyente – Elecciones presidenciales – Rechazo de las dos propuestas de constitución) refleja muy bien la relativa indeterminación política de la que hablaba arriba. Desde esta interpretación, el fracaso del proceso constituyente es, efectivamente, un fracaso de la política. Pero no porque ningún sector de la política institucional haya sabido dar con la fórmula adecuada para convencer al electorado; más bien, el problema consiste en que ningún proyecto político ha sabido sostener una práctica alternativa capaz de politizar esa subjetividad neoliberal en crisis o, al menos, de sentar unas mínimas bases para que esta pudiera tener lugar. Claro que el propio hecho de la politización de esa subjetividad, en un sentido o en otro, rompería con el propio dogma neoliberal, que presenta esa posibilidad como un atentado a la libertad individual. La vuelta al desencanto y a una masiva disposición anti-política no parece presagiar un horizonte sustancialmente distinto al que dio lugar al propio Estallido, aunque las energías sociales para el cambio no han salido inmunes del ciclo.

La degradación de lo público, característica del neoliberalismo, es inseparable de la actual desconfianza masiva respecto de la política. Todo proyecto neoliberal tiene como requisito previo el ataque a lo público y su conversión en un espacio abierto para la iniciativa privada, mediante la fuerza si es necesario[5]. El recurso a la fuerza adquirió, en el caso de Chile, el tono verde del régimen militar y negro del terror político. Terminada la Dictadura, la transición democrática no revirtió –o tan solo lo hizo parcialmente y de manera superficial– la profunda desarticulación política que se inició con el golpe militar. El panorama resultante fue una pálida sombra de la realidad previa al golpe: una práctica política cada vez más atomizada reducida a una versión muy limitada de lo que Bernard Manin caracterizó como “democracia de audiencia”[6]. Por un lado, los líderes políticos, cada vez más autonomizados de las estructuras de partido, compiten por la atención del electorado y negocian con grupos de interés, con la mediación de los medios de comunicación y el apoyo de diversos expertos; por otro, los ciudadanos, cuya intervención política se limita a asistir al espectáculo mediático con un desinterés variable y votar periódicamente alguna de las alternativas que se le presentan en el menú electoral. La relación con el Estado que se deriva de este modelo político tiende a dos polos: su consideración como un espacio para la capitalización personal –en forma de carreras políticas, profesionales u oportunidades de negocio–, o como una empresa que presta de manera ineficaz un servicio esencial ante un cliente perpetuamente insatisfecho. Ante la degradación de la noción de bienes comunes y la impotencia para la organización colectiva, resultan tentadores los cantos de sirena de quien dice querer y poder romper la baraja para restaurar algún paraíso perdido.

Wendy Brown destaca que la característica defensa neoliberal del libre mercado y de la competencia como mediadores de cualquier tipo de relación social tiende a reproducir y acentuar las diversas formas de desigualdad social preexistentes. Contra una opinión muy extendida, en el neoliberalismo se da una activa intervención política en la economía, pero esta se orienta a generar y sostener situaciones de mercado. Lo que rechaza el neoliberalismo son las políticas redistributivas y cualquier tipo de gestión democrática de bienes comunes. La fiscalidad regresiva y la desregulación de la economía van, por tanto, acompañadas de subvenciones e incentivos al sector privado, o del endeudamiento público para afrontar la socialización de las pérdidas empresariales en sectores clave. La otra pata del proyecto neoliberal, la ampliación de una moral tradicional familiarista, tampoco ha demostrado ser eficaz como alternativa frente a la provisión de servicios públicos por parte del Estado. Un claro ejemplo es el fracaso del sistema previsional chileno, de capitalización individual obligatoria –también aprobado en 1980–: para una amplia mayoría, dicho sistema no garantiza unos ingresos mínimos durante la vejez y las familias tienen serios problemas para hacerse cargo del cuidado de los adultos mayores[7].

Además de sus efectos sociales, la sacralización de la economía como un espacio que debe resguardarse de intervenciones políticas contrarias al libre mercado limita enormemente las capacidades de acción de cualquier gobierno. En el caso de Chile, el dogma económico neoliberal se convirtió en principio constitucional. Según el modelo de “Estado subsidiario” protegido por la Constitución de 1980, el Estado solo puede participar en sectores económicos en donde la iniciativa privada no sea solvente, ya sea por limitaciones estructurales, coyunturales o por su escasa rentabilidad. Obsérvese la paradoja de un dogma que proclama la no intervención del Estado en la economía, interviniendo políticamente a nivel constitucional para asegurar, por encima del juego democrático, una libertad de mercado protegida y selectiva, orientada a la rentabilidad de los negocios. Obviamente, este marco constitucional deja unos límites muy estrechos para que la política institucional pueda abordar problemas de índole económica. Esto se combina con un Estado muy limitado en su capacidad recaudatoria y con una política fiscal regresiva. A nivel internacional, la pérdida de soberanía se agrava como consecuencia de los siguientes factores: la financiarización de la economía, por su volatilidad y por la capacidad de presión de los grandes agentes financieros sobre los gobiernos nacionales; la dependencia de la economía chilena de las exportaciones; y un orden geopolítico cada vez más inestable.

Este panorama general nos enfrenta a un círculo vicioso. La violenta imposición del proyecto neoliberal supuso una profunda desorganización y desmovilización política, que se extendió más allá de la Transición democrática. A nivel ideológico, esto fue acompañado de una prolongada campaña de descrédito contra lo público. Todo ello dio como resultado una profunda degradación de los vínculos sociales y, en general, de la vida pública. Atado de manos constitucionalmente y sin capacidad de movilización, cualquier proyecto político centrado en explotar los cauces institucionales vigentes se encuentra a merced de lógicas económicas que exceden ampliamente su capacidad de acción y el propio marco nacional. No obstante, eso no impide que se le atribuyan los fracasos y las fallas estructurales del modelo: naturalizadas las leyes económicas, ¿quién más propicio para ejercer como chivo expiatorio que el ya señalado sector público? Al mismo tiempo, la lógica de la democracia de audiencia tiende a reproducir la atomización de la ciudadanía y la espectacularización de la política en un contexto mediático que no es, en absoluto, neutral[8]. De esta manera, problemas estructurales derivados del neoliberalismo se perciben como fracasos de la política institucional y se conjugan con otras lógicas sociales, generando disposiciones cada vez más anti-políticas que pugnan por expresarse por otras vías. Estas disposiciones pueden conjugarse en un sentido universalista, desde una esperanza utópica emancipadora, o en un sentido excluyente, desde el miedo y la defensa de los privilegios. La posible salida a esta crisis, en un sentido o en otro, depende de la lucha política y de los canales que esta habilite para distintas formas de participación o exclusión de la vida pública.

En este contexto, el fracaso constituyente puede interpretarse como un síntoma más de la crisis de representación política, sí; pero esta es indisociable de la subjetividad política modelada por el neoliberalismo. Esta subjetividad no responde únicamente a la racionalidad neoliberal, sino que está atravesada por resistencias, pasadas y presentes, y por lógicas irreductibles al neoliberalismo. Si concedemos alguna validez a este diagnóstico, cualquier proyecto político que apunte a salir de este impasse debe plantearse como prioridad reconstruir una experiencia práctica viable de lo público como condición para un proceso constituyente democrático. Eso supone apostar por medidas institucionales que reconstruyan –o constituyan allí donde no existieran previamente– condiciones materiales y simbólicas mínimas para el ejercicio de una ciudadanía social democrática. Pero también son indispensables vías de participación política masivas y efectivas, que respondan a una demanda claramente existente y que, al mismo tiempo, sirvan como control democrático para evitar derivas burocráticas, tecnocráticas o, en definitiva, desdemocratizadoras. Lógicamente esto implica salir del marco de la democracia de audiencia –o, al menos, transformarlo radicalmente y complementarlo con otras formas de política democrática–, del marketing electoral y, en general, de una concepción tecnocrática de la política. Este marco, además, tiende a plantear el fracaso del proceso constituyente desde interrogantes sesgados o insuficientes: ¿qué contenidos del proyecto no gustaron o generaron rechazo? ¿cómo articular un discurso que, esta vez sí, convenza a una mayoría? ¿cómo encontrar un candidato atractivo que lidere el proyecto? En cambio, una lectura como la propuesta en este artículo plantea preguntas más productivas, aunque quizás más difíciles de resolver, al menos a corto plazo: ¿cómo lograr una implicación ciudadana masiva en el proyecto? ¿qué formas de compromiso y obligación política resultan legítimas –o imaginables– a partir de las subjetividades políticas hegemónicas en la actualidad? Esto permitiría explorar una salida al pesimismo y a la impotencia política, con la condición de revolucionar, en primer lugar, nuestro limitado imaginario político. No parece un camino fácil, ni tampoco se vislumbran claramente cuáles podrían ser las condiciones para su éxito, pero… ¿acaso la resignación, el desencanto y la amenaza de los nuevos autoritarismos son una alternativa viable?

(*) Profesor Ayudante Doctor de Filosofía y miembro del IELAT de la Universidad de Alcalá.

[1] Huneuus, Carlos (2014): La democracia semisoberana. Chile después de Pinochet, Taurus.

[2] Mayol, Alberto (2019): Big Bang: estallido social 2019, Catalonia. Para un análisis desde la teoría crítica de ese malestar, véase: del Valle Orellana, Nicolás (2021): La expresión del malestar en Chile: cultura, esfera pública y luchas sociales. Revista de Humanidades de Valparaíso, 17, pp. 63-89.

[3] Brown, Wendy (2021): En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente, Traficantes de Sueños, Futuro Anterior, Tinta Limón.

[4] Brown, Wendy: En las ruinas del neoliberalismo… (op. cit.), p. 40.

[5] Klein, Naomi (2012): La doctrina del shock, Booket.

[6] Manin, Bernard (2025): Los principios del gobierno representativo, Alianza editorial.

[7] El pasado mes de enero de 2025 se aprobó un nuevo sistema de pensiones en Chile, que aspira a revertir esta situación.

[8] Algunos están redescubriendo actualmente, con ejemplos como el de Elon Musk con Twitter o Jeff Bezos con el Washington Post, el carácter oligárquico de la propiedad privada de los medios de comunicación o las desigualdades sociales en el acceso y ejercicio de la opinión pública, pero el fenómeno no es nuevo.

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