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En una de las entrevistas para la serie documental Turning Point 9/11 and the War on Terror (Momentos decisivos: El 11-S y la guerra contra el terrorismo) Jason Wright, ex militar y quien fuera abogado de Khalid S. Mohammed, autor intelectual del atentado contra las Torres Gemelas en 2001, relataba: “I was travelling once, several years ago, and I met with a foreign journalist who had been a detainee briefly. He said something that has always stayed with me about Guantanamo… which is that Guantanamo is not a place; it’s a concept. And it’s a concept about who we want to be as Americans, in my opinion, because America’s a concept too. And we wanna fight for that concept. —Una vez, durante un viaje hace algunos años, me encontré con un periodista que había estado detenido por un corto tiempo. Dijo algo acerca de Guantánamo que se me quedó grabado… Guantánamo no es un lugar; es un concepto. Y es un concepto respecto a quiénes queremos ser como americanos, en mi opinión; y es que América también es un concepto”.
La fuerza de la imagen, del concepto, es algo en lo que, aunque probablemente no se reflexione todo lo que se podría, ha tenido y tiene un gran valor para nuestras sociedades. El mundo moderno, entre otras cosas, se ha construido sobre la conciencia intersubjetiva, esto es, un imaginario compartido por un grupo de personas. Esto es especialmente cierto cuando se habla de la identidad nacional. Si bien es cierto, no existe un concepto uniforme por parte de aquellos que dicen formar parte de una nación, ni un único entendimiento acerca de qué es esto exactamente, nos queda en los cimientos el poder del imaginario colectivo, que urdiendo con gran habilidad símbolos y conceptos varios, termina por dar a luz una narrativa —o dígase si se quiere, una historia— capaz de aglutinar masas, dotándolas de un sentido de pertenencia comunitaria y lealtad. Un pasado común, una tierra compartida, un proyecto vital compartido, entre otras cosas, se sintetizan en una bandera, cuyos colores y símbolos unen a toda una muchedumbre bajo una, muchas veces, estricta dicotomía: ‘nosotros’ y ‘los otros’. Al menos, desde la aparición de los Estados—Nación modernos hasta nuestros días, esta parece haber sido la dinámica por defecto.
Ahora bien, aunque todas estas cuestiones han sido artefactos culturales y políticos útiles, parece que, al mismo tiempo, van quedando rezagadas con respecto al ritmo al que la sociedad avanza. El desarrollo del mundo contemporáneo avanza a un ritmo vertiginoso, haciendo mutar el paisaje de sus dinámicas sociales, en un escenario en el que las relaciones internacionales son cada vez más importantes, dando lugar no solo a un mayor flujo comercial, sino también, migratorio, y, con esto, cultural. La primera cuestión, no obstante, ya es un viejo conocido. De hecho, desde la época de la colonización de América por las diferentes potencias imperiales europeas ya se observaban mecanismos de comercio bastante sofisticados; no así con los movimientos migratorios masivos —independientemente de las causas de estos—, cuyo volumen, además, ha ido aumentando con el tiempo, produciéndose encuentros culturales muy diversos, y, cómo no, una serie de problemas, o, si se quiere, de oportunidades. Llegados a este punto, me dispongo a hacer otro giro —quizá un poco brusco— hacia un elemento, que, no obstante, considero una figura importante, si no, imprescindible dentro del entramado de todo este asunto: la escuela y la historia.
Lamentablemente, no es este el espacio para distendernos en cuanto al papel de la escuela y la historia en la formación de los estados nacionales modernos, sin embargo, todo aquel que desee comprobar la veracidad de esto lo hará sin especial dificultad acudiendo a fuentes históricas que traten este asunto. Durante el origen de los estados nacionales y, con ello, la aparición de los primeros sistemas educativos estatales, se intensificó la difusión de diferentes ideas de carácter identitario, con la finalidad de consolidar un imaginario colectivo que uniera a los individuos en un proyecto común. Hoy todas estas cuestiones tienen vigencia, a través de la enseñanza de contenidos relativos a lo que ha convenido llamarse ‘Historia’, que se agrupan en una asignatura de nombre homónimo.
La historia, entre otras cosas, nos permite observar la trayectoria de nuestros antepasados, la que entraña una serie de claroscuros que, no obstante, no siempre son puestos de relieve entre las cuestiones a tratar en la escuela. Esto es especialmente cierto para el caso de cómo se pretende presentar los hechos concernientes al descubrimiento, conquista y colonización de América a través de los libros de texto, donde apenas se da cobertura a una sección tan trascendente —a la vez que controvertida— de la historia de España; contrastando fuertemente con lo que ocurre, por ejemplo, en Perú. No obstante, la intención no es señalar quién es honesto o no en cuanto a la presentación de los hechos —esto es algo imposible de determinar— sino hacia dónde parece orientarse dicha actuación, y, parece estar claro que, en ambos casos, se busca generar una conciencia colectiva explotando lo mejor que se pueda ambos eventos.
La pregunta que habríamos de hacernos llegados a este punto es, ¿vale la pena continuar instrumentalizando la historia con el fin de alimentar identidades nacionales en un mundo cada vez más globalizado? Estamos a vísperas de pasar otro 12 de octubre, para unos, la conmemoración del inicio de una hazaña sin precedentes que pone de manifiesto la grandeza de lo español; para otros, un capítulo nefasto que solo evidenció barbarie y opresión. ¿Merece la pena continuar discutiendo estas cuestiones en estos términos en la escuela, donde se está preparando a la ciudadanía que tomará nuestra posta? Si se pudiera enseñar estos asuntos de otra forma, ¿reaccionaría de la misma forma la ciudadanía cuando un jefe de gobierno exige perdón a aquellas personas que ‘representan’ a los descendientes directos de aquellos que realizar estos hechos según de qué bando se trate o cuando otra personalidad mediática parece insinuar cierta superioridad cultural en todo esto? ¿Seríamos capaces de ampliar nuestra visión en el debate de estos asuntos? ¿Seríamos menos vulnerables a una suerte de nacionalpopulismo? Tratando de ser fiel a la verdad, honestamente, no lo sé; pero sí sé que al menos, si la fórmula cambia, el resultado también será distinto.