Nueva normalidad: ¿nuevos paradigmas en la educación y la formación ciudadana? — Ricardo E. Reyes Soto

La irrupción de la COVID-19 ha cambiado radicalmente la vida tal y como la conocíamos. Asimismo, se ha encargado de poner de manifiesto —aún más— nuestra incapacidad de poder resolver asuntos complejos de manera colectiva (Innerarity, 2020). La globalización, junto con el rápido desarrollo tecnológico, han sido, indudablemente, catalizadores de la situación en la que hoy nos encontramos. Hoy, un individuo es capaz de desplazarse desde puntos muy lejanos del globo en cuestión de horas, cosa que, hace menos de un siglo, era prácticamente impensable. Abundan una serie de acuerdos y mecanismos de integración, que, sin embargo, parecen no haber respondido como cabría esperar ante el desafío que ha irrumpido nuestras vidas desde hace ya casi un año. Ahora bien, señalar estos problemas y deficiencias sería inútil si no buscamos soluciones —o al menos hacemos el intento—.

Entre las muchas lecciones que debiéramos considerar a partir de esta situación está el hecho de que somos seres interdependientes. Nuestro mundo es un entramado complejo, un sistema donde basta que falle un pequeño componente para comenzar a experimentar problemas. Por otro lado, se han confirmado las tesis de Z. Bauman, cuando, en Retrotopía, explicaba que estábamos “regresando a la tribu”, aislándonos, cerrando fronteras, estableciendo diferencias entre lo familiar y lo ajeno (Bauman, 2017; Lanceros, 2017). ¿Cómo combatir un problema global en términos locales?

Sin lugar a dudas, la COVID-19 ha sido una caja de Pandora que ha situado ante nosotros una crisis no solamente sanitaria, sino económica, política y social; y esta es una realidad que no es ajena a los límites fronterizos convencionales que establecen lo que conocemos como nuestro municipio, provincia o país, sino que se ha extendido a casi todos los rincones del mundo —claro está que en algunas regiones más que en otras—. Todo esto nos lleva a volver a recurrir a lo ya mencionado anteriormente para reafirmarlo: estamos ante un problema de dimensiones globales. Si parte de lo que se esperaba de la globalización era una bonanza compartida, ¿acaso no se esperaba que en algún momento se diera, a su vez, una crisis compartida, global?

Precisamente, al tratarse de un problema complejo, es necesario evaluarlo desde una perspectiva multidisciplinar. Es importante definir cómo actuar en términos sanitarios, políticos o económicos; pero también consideramos que es indispensable llevar a cabo una reflexión más profunda del asunto, proveyendo alternativas plausibles que nos permitan estar preparados para cualquier contingencia. Aquí es donde el papel del médico o del político, es casi tan importante como el del filósofo, e, incluso, el del ciudadano que, por el simple hecho de serlo, ya participa de la vida política de su comunidad (Innerarity, 2020). Creemos que la educación también tiene cuestiones que aportar.

Para empezar, quisiéramos centrarnos en una cuestión puramente teleológica, esto es, ¿qué finalidades persigue la educación hoy? Nuestra percepción nos impulsa a creer que, en buena medida, la formación del capital humano, ligado a la idea de productividad, y los conocimientos técnicos, conforman el núcleo duro de un gran número de sistemas educativos. Se trataría pues, de formar individuos capaces de impulsar y acelerar el desarrollo como precedente para alcanzar un mayor bienestar —todo esto en términos muy materialistas, que no por ello, desdeñables—. El concepto de “competencias” se ha instalado en el centro mismo de la educación en países desarrollados, de la mano de la OCDE y su proyecto DeSeCo (Definition and Selection of Competencies) (Marco Stiefel, 2008), cuestión que, si queremos hablar desde una perspectiva teleológica no podemos perder de vista, dado que las competencias “dirigen” de alguna forma lo que debe aprenderse y por qué debe aprenderse. Entre estas competencias encontramos una de especial interés en nuestro asunto: competencias interpersonales y cívicas, recogida en la LOMCE como competencias sociales y cívicas[1]. Consideramos no obstante que existe una asimetría entre esta competencia y el resto, siendo que los sistemas educativos, y la educación formal en particular, están orientadas sobre todo a preparar al individuo para insertarse en el mercado laboral. Ciertamente, formar un capital humano robusto no es un objetivo innoble; sin embargo, en un mundo cargado de hedonismo y materialismo, donde en ocasiones el acento se pone sobre el yo, es necesario balancear estos fines. ¿Para qué queremos construir un sistema educativo ejemplar? ¿Por el simple hecho de destacar en los primeros puestos de los informes de organismos internacionales? ¿Para generar desarrollo y riqueza? ¿Por qué y para qué estudia o se prepara el individuo? ¿Únicamente para “ascender” de posición social o para buscar de qué formas podría utilizar sus habilidades y conocimientos no solamente en beneficio propio sino también para servir a su comunidad?

Puede parecer una propuesta alejada de la realidad, pero creemos que, de algún modo, en momentos como este, es necesario replantearnos el lugar que debiera ocupar —pero de verdad— la formación del carácter del individuo. Parece que nos dirigimos hacia un modelo de sociedad individualista e insolidario —no estamos diciendo con esto que esté mal pensar en uno mismo—, donde, en tiempos de crisis, la supervivencia será del más fuerte, o del imperio más poderoso, en un mundo atomizado, deshumanizado (Lledó, 2018). Proponemos, por tanto, dos cuestiones —con la máxima humildad—.

En primer lugar, consideramos que sería positivo revisar cómo se está formando al profesorado. Estos serán quienes, tras un breve tiempo, ocuparán las aulas donde se transmite un saber aún legitimado, oficial. Es en las universidades donde debería comenzar a tener lugar este debate, eminentemente filosófico, que sea capaz de responder de forma contundente a la pregunta: ¿qué tipo de individuo/ciudadano quisiéramos/debiéramos formar para el futuro? ¿Qué tipo de sociedad quisiéramos/debiéramos construir? Invitamos al lector a averiguar qué espacio se da a este ejercicio de reflexión, irónicamente, en un lugar que a priori, debería serlo.

En segundo lugar, quisiéramos traer a colación el papel de la enseñanza de la historia y su especial vínculo con la formación de la ciudadanía. En la época de la formación de los Estados-nación, la historia fue un instrumento crucial para la creación de identidades colectivas, capaces de homogeneizar un grupo heterogéneo de personas. El nacionalismo alcanzaría su cenit durante la primera mitad del siglo XX, y sus reminiscencias parecen emerger a la superficie de nuestras sociedades en estos tiempos tan convulsos, estableciendo dicotomías basadas en la alteridad “nosotros y los otros”, entrando en directa contradicción con las dinámicas de un mundo cada vez más globalizado, que se alimenta en la escuela a partir de la potenciación de una narrativa histórica en muchos casos excluyente. Podríamos pensar la historia en nuevos términos, algo que no significa cambiarla, sino, simplemente, darle un sentido más acorde a nuestro tiempo; comprender el presente a partir del pasado para construir el futuro, recelando de la fragmentación propia de los nacionalismos y regionalismos, más propios del XIX, permitiéndonos tener un sentido de pertenencia no solamente a una comunidad local, sino global, donde la solidaridad y la fraternidad y el afán de progreso y desarrollo sea un fin que se desee para todos, y no solo para unos pocos, para un nosotros.

Pese a la cada vez mayor multitud de canales de educación —informal (Marenales, 1996)—, la escuela sigue siendo uno de los lugares de formación de la ciudadanía por antonomasia. Entre las múltiples lecciones de esta crisis, creemos que es necesario hablar de educación y volver a plantearnos la pregunta del filósofo inglés B. Russell: ¿qué clase de individuo queremos forjar? (Lledó, 2018) Ya nos hemos dado cuenta de que, ante una crisis global, necesitamos de acciones colectivas coordinadas, y, por tanto, una sociedad dispuesta a formar parte de dichas dinámicas. Creemos que es necesario repensar todas estas cuestiones, y que, posiblemente, nos situará en una mejor posición el día que seamos puestos a prueba otra vez a escala global.

[1] Las restantes competencias para el caso español, son: competencia en comunicación lingüística, competencia matemática y competencias básicas en ciencia y tecnología, competencia digital, aprender a aprender, las ya mencionadas competencias sociales y cívicas, sentido de la iniciativa y espíritu emprendedor, conciencia y expresiones culturales; puede consultarse en: https://www.aulaplaneta.com/2015/06/04/recursos-tic/las-siete-competencias-clave-de-la-lomce-explicadas-en-siete-infografias/.

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