Guaidó en Venezuela, Áñez en Bolivia, Tijanóvskaya en Bielorrusia y Donald Trump en los primeros momentos del conteo de las pasadas elecciones estadounidenses tienen algo en común. Una pequeña característica que, a día de hoy, se está expandiendo y, sobre todo, se está convirtiendo en una forma más de poner y quitar presidentes a lo largo y ancho del mundo. Se podría decir que una nueva pandemia se extiende: la de las autoproclamaciones. Cada vez se ven más escenarios en los que líderes de la oposición (a excepción de Donald Trump, por el momento), tras participar del proceso democrático y acatar todas las normativas, desconocen el resultado (sea este cuestionable o no) y se autoproclaman como Presidentes legítimos. Y este, queridos y queridas lectores y lectoras, resulta un gran peligro para la democracia liberal representativa.
A lo largo de los últimos años, parece que se ha hecho demasiado común que, tras un proceso electoral, alguno de los contendientes, generalmente aquel al que el escenario postelectoral no resulta muy favorable, decía tomar las de Villadiego, plantarse ante la prensa y proclamar que, digan lo que digan los votos, él o ella ha resultado vencedor o vencedora de las elecciones. Si bien esto es utilizado, en la mayoría de los casos, por políticos opositores para llamar la atención de irregularidades en los procesos electorales en sus diferentes países, que Donald Trump, Presidente de los Estados Unidos de América, saliese la misma noche de las elecciones, con muchos votos todavía por contar, a proclamar su victoria y a anunciar un supuesto fraude de parte del Partido Demócrata. Es decir, por primera vez, un Presidente en ejercicio se autoproclamaba ganador de unas elecciones cuando los resultados comenzaban a inclinarse hacia el rival. Por lo tanto, ya no es un vicio de algunos líderes de oposición, si no que puede comenzar a desarrollarse en partidos y presidentes en el poder.
¿Dónde reside, pues, el peligro mencionado para la democracia liberal representativa? En el hecho de que estos líderes desconocen, con sus actuaciones, las reglas del juego democrático y abren la puerta a que cualquiera que se sienta imbuido de una legitimidad popular, marche a una plaza y, ante sus seguidores, se autoproclame presidente. Así, quedaría la sociedad dividida entre dos poderes ejecutivos diferentes. Si bien es cierto que es complicado que un líder opositor que se autoproclame presidente consiga ejercer el poder de forma real (véase el caso de Guaidó en Venezuela, por ejemplo), sí que existen ejemplos de todo lo contrario, siendo Jeanine Áñez, autoproclamada Presidenta de Bolivia, el más significativo. En seguida consiguió, además del apoyo popular necesario para investirse como Presidenta, el apoyo de policías y militares que respaldaron este nuevo modelo de golpe de Estado del siglo XXI. Ahora se complica aún más la ecuación con la entrada en juego de la posibilidad de “actualizar” los ya clásicos auto-golpes que se vienen realizando desde hace décadas para aumentar los poderes del Ejecutivo gobernante. Y todo con una aparente pátina de legitimidad democrática ya que estas personas, al participar de un proceso electoral, se muestran como partidarias de una competición por conseguir el mayor número de votos y que, llegado el momento, pueden reconocer su derrota. No obstante, esa imagen democrática y esa legitimidad de las urnas, queda en el olvido cuando optan por desconocer los resultados y autoproclamarse por obra y gracia de su Divina Providencia como gobernantes de sus países.
Este punto, el de reconocer y participar de las reglas del juego democrático liberal hasta que este no me es favorable, pone en entredicho todas las bases sobre las que se han cimentado los Estados-Nación vigentes en la actualidad. Sin embargo, desde mi punto de vista, uno de los puntos más conflictivos de estas autoproclamaciones viene de la mano de la multiplicidad de focos de poder que se deriva de estas situaciones. Ante la existencia de dos poderes ejecutivos en un mismo país (y, en la mayoría de los casos, el reconocimiento mayoritario de la Comunidad Internacional a estos “gobiernos paralelos”), la polarización de las sociedades llega a tal extremo que resulta casi inevitable pensar en la posibilidad de un estallido de violencia civil que acabe en guerra abierta. Quizás no se llegue a este extremo pero, como sí hemos visto, la violencia y conflictividad sí que aumentan considerablemente en los lugares donde se desarrolla esta situación.
Los precedentes que se han ido sucediendo estos últimos años muestran un camino muy peligroso y tortuoso para la confianza en la democracia por parte de la sociedad. Y el último movimiento de Donald Trump no hace nada más que añadir más leña al fuego. Otro agujero en las patas de la confianza en la democracia. El enésimo.