Por Gonzalo Andrés García Fernández. Historiador experto en América Latina. Doctor por la Universidad de Alcalá. Profesor-Investigador en el IELAT (Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos) de la Universidad de Alcalá.
Hasta hace no mucho tiempo atrás, Chile se situaba entre los países modelo de toda América Latina. Un país que era ejemplo para toda la región en asuntos macroeconómicos (PIB) y redacción de tratados de libre comercio. Dicha “fama” pareció debilitarse a partir del pasado 14 de octubre de 2019 (O-19), en el denominado “estallido social” chileno. Dicho momento no fue otra cosa que la evidenciación de un hartazgo generalizado y acumulado de un modelo social y económico por parte de las mayorías sociales del país. Un modelo que fue foco de abundante crítica social, sobre todo por el dañino efecto que causó en las generaciones que vivieron el proceso de Transición a la democracia en Chile (1988-1990), así como en los que nacieron a partir de dicho evento. Las masivas y transversales movilizaciones sociales que pusieron en vilo al gobierno de Sebastián Piñera desde entonces, tanto a un nivel nacional como global, reclamaban “No más AFP”, educación gratuita y de calidad, sanidad pública y universal, entre otras cosas muchas demandas. Podríamos decir que el estallido social de O-19 puso en el centro del debate diversas inquietudes, quejas, sufrimientos y reclamos en un mismo escenario común. Es decir, se empezó a hablar colectivamente de los principales problemas del modelo social y económico que se construye como consecuencia de un proceso de neoliberalización paulatina que viajó de lo político y económico a lo social y a lo cultural.
Si revisamos el proceso históricamente, el primer hecho histórico que señalaríamos es el comienzo de la dictadura cívico-militar que se extiende de 1973 a 1990, momento donde no solo se ponen en marcha medidas políticas y económicas de adelgazamiento del Estado, sino que se piensa además un proyecto de país en el corto, mediano y largo plazo. En el largo plazo precisamente se pensó también desde un prisma constituyente con la llegada de la tercera Constitución de la República (1833, 1925 y 1980). El ethos de esta nueva Carta Magna para el país beberá directamente del denominado neoliberalismo, que no es otra cosa que un liberalismo resignificado política, económica y filosóficamente. Economistas célebres en este pensamiento (neo)liberal tales como Ludwig von Mises, Friedrich Hayek o Milton Friedman se hicieron eco como la gran repuesta al programa ISI (Industrialización por Sustitución de Importaciones) en América Latina, así como al paradigma socialdemócrata, el keynesianismo y, como no, hacia los proyectos socialistas para la región. El fortalecimiento del Estado será el principal enemigo de todo (neo)liberal, una vieja tarea del siglo XIX que habitualmente se denomina por los historiadores como “el siglo oligárquico”, es decir, lo anti o iliberal por antonomasia. La dependencia de los diferentes Estados-nación de América Latina en sus determinadas materias primas (hoy commodities) es herencia de aquel momento decimonónico, por lo que fue en su momento un problema de voluntad política por conformar Estados fuertes bajo un claro horizonte liberal. Al no producirse esta situación, el siglo XX nos muestra, como hemos mencionado anteriormente, diferentes esfuerzos y experiencias por parte de gobiernos entre los años 40 y 70 por querer “cambiar de dirección” con respecto a su pasado “oligárquico”. Grosso modo diremos que dicho impulso generalizado por fortalecer lo público en convivencia con lo privado tuvo un momento crucial en la Historia política de América Latina: el golpe militar de 1973 en Chile.
Este hecho histórico en Chile supuso el primer “experimento” político, social y económico de carácter ideológico (neo)liberal en el mundo. Supuso entonces que “otro Chile era posible” y que, a raíz de ello, otro modelo político, social y económico era posible también para el mundo, diremos, occidental. Este momento evocó una transformación muy importante en el quehacer político, así como en los (nuevos) paradigmas de la vida social en el país: laboral, educativo, sanitario, etc. Más adelante, durante la denominada “Transición a la democracia” (1988-1990) se desarrolla, efectivamente, un tránsito de una dictadura cívico-militar a un sistema democrático (neo)liberal. El experimento realmente se comienza a probar a partir de entonces, hace ya 30 años, situando un modelo de vida social basada en el esfuerzo, el individualismo y la resiliencia social. Entonces, la primera experiencia de “prueba” (neo)liberal en Chile parece haberse rechazado unilateralmente por parte de la gran mayoría social en la calle (O-19). Dicho modelo y paradigma cultural (neo)liberal no fue compatible con una vida pensada en el largo plazo, es decir, incompatible con la idea de pensar unas pensiones dignas, un modelo educativo sin lucro o una sanidad inclusiva y garantista.
Y el pasado 25 de octubre de 2020 se mostró de Chile para el mundo que el país necesitaba repensarse. En definitiva, salir de un modelo de vida incompatible con los paradigmas liberales como la igualdad (desigualdad), libertad (para ser pobre, para morir) y fraternidad (individualismo, utilitarismo, competitividad descarnada). El camino de un nuevo proceso constituyente popular y sin participación de “la clase política” introduce una novedad inédita y un auténtico ejemplo para el mundo de cara a una nueva definición de participación política, ya que fue la presión social y la movilización en la calle la que guio el camino a ello. De esta forma, Chile ya no está dando ejemplo de su crecimiento económico al mundo, de cuan alto es su PIB, sino de cuan alto ha sido su crecimiento social. De su madurez social y colectiva al mundo.
El nuevo texto constituyente supone una ruptura con un legado repleto de injusticias y desigualdades que han ahondado en la forma de pensar de la sociedad chilena. Se trata de una cuestión cultural que, sorprendentemente, fue desafiado frontal y transversalmente, y contra todo pronóstico, al poder, al relato y al (desigual) devenir social. Y de forma sorprendente, ya que el miedo y la resistencia a los cambios a menudo son propios de sociedad desiguales, con altos índices de precariedad y desatenciones. Pues bien, en Chile la situación fue diferente y de ahí a la lección al mundo.
Antes y tras el plebiscito constituyente la atención estaba y está fundamentalmente en la Constitución; de cómo se desarrollará, de cuál será su nuevo ethos político o de cómo se constituirá finalmente su espíritu axiológico. Pero si nos fijamos bien, lo realmente significativo lo encontramos con la puesta en cuestión de un relato, de una narrativa histórica que impregnó la forma de pensar un país en la sociedad chilena. Dicho sea, la destrucción de una narrativa histórica como la de la Transición a la democracia conlleva a su vez un gran desafío. ¿Por qué? Antes del estallido social era abundante el hartazgo, la depresión o el desengaño generalizado conforme al “destino nacional”, es decir, ¿hacia dónde va el país? ¿mejorará mi situación en algún momento o estamos condenados a la desigualdad y a la pobreza ad eternum? De este estado puramente emocional y, de forma recurrente, aliviado con terapias psicológicas (a veces psiquiátricas) o con recomendaciones metodológicas del transcurrir diario de nuestras vidas (véase mejoramiento de hábitos alimenticios, de las horas de sueño, de nuestra vestimenta, de consumo, de nuestro ocio, etc.), se pasa un estado igualmente emocional, pero también racional. Se podría decir que se comienza a racionalizar el hartazgo para constituir un diagnóstico crítico y común acerca de las debilidades y perjudiciales consecuencias del modelo político, económico y social imperante hasta el momento (neoliberalismo).
Del diagnóstico se da un paso aún más valiente: desafiar un relato, una narrativa que justificaba hasta dicho momento (O-19) el modelo (neo)liberal para el país basado en un supuesto consenso o “pacto social”. Entonces, del diagnóstico al desafío del relato nos encontramos ahora en un nuevo momento: ¿y qué pasará después de la Constitución? Sin duda el verdadero desafío hoy en día no es la Constitución, sino lo que viene después.
Lo verdaderamente importante de todo este proceso ha sido la gente, su capacidad de pasar de un estado pasivo y receptivo a uno de carácter activo, ejerciendo una capacidad de imaginación histórica hacia el futuro a través de una crítica al pasado. Si nos detenemos en esto, lo sustantivo está en lo prospectivo, y que a pesar de que la pandemia (COVID- 19) parece haber robado el futuro de muchas sociedades en el mundo, en Chile ocurre algo distinto, diferente: la sociedad chilena de la actualidad está ahora obsesionada con el futuro, con imaginar diferentes futuros posibles donde la dignidad se sitúe en el centro del debate.
¿Ha sido un éxito el pasado plebiscito? ¿Es una victoria haber derrocado la antigua Constitución del año 1980? Dependerá de lo que se haga después. Dependerá de lo que podrá hacer y construir a partir de ahora. Dependerá, pues, de la capacidad colectiva para pensar tanto el proceso constituyente como el modelo de país que se quiere imaginar.
De Chile para el mundo, se ha dado una auténtica lección de qué si se puede pensar y crear nuevos futuros posibles. Y, en definitiva, de que el futuro también es parte de un espacio de pensamiento, debate y reflexión social para la resolución de problemas del presente en base a diagnósticos del pasado.
El futuro no se ha perdido, sino que se está pensado, se está construyendo.