Profesor titular de historia en la Universidad Adolfo Ibáñez de Chile.
Investigador del Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos.
El sol del cuarto día de julio de 1776 se elevaba sobre Filadelfia. Aquella mañana, el Congreso Continental allí reunido aprobó la Declaración de Independencia que sentaba las bases para la creación de los Estados Unidos. Pero el alcance de este documento fue mucho más allá. Por primera vez en la historia se consagraba la idea de la soberanía nacional: los representantes de un pueblo que se reconocía a sí mismo como tal rompían voluntariamente con las legitimidades dinásticas y religiosas que les precedían y constituían un Estado independiente. Los firmantes de la Declaración bebían de las doctrinas del liberalismo y la Ilustración radical: el ejercicio del poder no se justificaba en función de los derechos divinos y naturales heredados, sino de un contrato social que dependía de la voluntad general de los gobernados. Los legisladores también asumieron, como cuenta John A. Pocock, algunas ideas de la tradición republicana heredada del mundo grecorromano. Entre estas destacaba la máxima aristotélica de la autosuficiencia: una comunidad política debía ser capaz de garantizarles por sí misma a sus miembros la impartición de justicia, la satisfacción de sus necesidades materiales y las condiciones para el desarrollo de una vida dichosa. A más de doscientos años, nos dice David Armitage, es posible afirmar que la Declaración de Independencia inspiró la universalización de unos Estados nacionales que lograron garantizar cotas nunca vistas de bienestar, de movilidad social y de democratización del poder. El siglo XIX, pero sobre todo el siglo XX, fue la era de las Declaraciones de Independencia: de Estados que eran engendrados por el principio de autodeterminación de los pueblos y que se postulaban como comunidades potencialmente felices y autosuficientes.
Sin embargo, el COVID-19 ha dejado en evidencia que el modelo político inspirado por la Declaración no es capaz de hacerle frente a los retos mayúsculos que plantea el siglo XXI. Estamos, al fin y al cabo, ante una crisis sanitaria que es hechura de la globalización y que, sin embargo, es combatida por cada gobierno aisladamente. La Organización Mundial de la Salud ve como sus dictámenes deben quedarse en débiles recomendaciones desoídas por muchos ejecutivos alucinados, que piensan en términos electoralistas y cortoplacistas. Los Estados, sin ser capaces de coordinar una estrategia conjunta, se arrojan al cierre de fronteras, mientras imploran por el funcionamiento de unos sistemas sanitarios corroídos por el deterioro redistributivo que ha supuesto la desregulación económica de las últimas décadas. ¿No será que, en este nuevo contexto, el Estado nación ya no es una forma de comunidad política que garantice la igualdad, la dignidad y la autosuficiencia de sus ciudadanos? Tal vez ha llegado el momento de que los Estados nacionales, ante el turbio espectáculo de su propia incapacidad frente a los desastres globales que nos amenazan, reconozcan que es momento de ceder una parte de sus poderes soberanos a instituciones capaces de diseñar una política de escala mundial o, al menos, euroamericana. Ojalá que el siglo XXI marque el tránsito de la época de las Declaraciones de Independencia a la era de las Declaraciones de Interdependencia.