El próximo 27 de octubre se celebran en Colombia elecciones locales y regionales. No obstante, y recordando tristemente al pasado, no está siendo una campaña electoral al uso. Cincuenta y cuatro son los casos de violencia política contra candidatos en Colombia según la Misión de Observación Electoral. De ellos, cuarenta están amenazados de muerte, dos han sido secuestrados, cinco han sufrido un atentado contra su vida y siete han sido asesinados. Estas cifras escandalizarían a cualquier sociedad y harían que todo el peso del Estado cayese sobre dos vertientes: la primera para proteger a los amenazados, y la segunda para investigar quién o quiénes están detrás de estos crímenes. Menos en Colombia: mientras la sociedad casi en su totalidad se moviliza y conciencia a gran velocidad de lo peligroso del asunto, el Gobierno (y en particular su presidente Iván Duque, del Centro Democrático) ni está ni se le espera. Bueno, sí que está…prometiendo que solucionará este problema en 72 horas.
Esta actitud del presidente Iván Duque no es nueva: desde su toma de posesión allá por agosto del pasado año, se han disparado los asesinatos a líderes sociales, a exguerrilleros desmovilizados, amenazas de grupos herederos o directamente paramilitares a políticos, y, principalmente, se ha desentendido de los Acuerdos de Paz con los FARC-EP a excepción de los intentos de boicotear la Jurisdicción Especial para la Paz. Y por si estos problemas no fueran pocos, el pasado 29 de agosto de 2019, Iván Márquez, Jesús Santrich, “El Paisa” y “Romaña” lanzaban un vídeo por el que anunciaban la vuelta a las armas de las FARC-EP por los constantes incumplimientos de los Acuerdos por parte del Gobierno colombiano.
El postconflicto y el periodo de aplicación de los Acuerdos de Paz con las FARC-EP han sido, desde el inicio, un importante escollo en las relaciones sociales y políticas de Colombia. Como se ha mencionado con anterioridad, la falta de voluntad por parte del actual Gobierno a implementar los Acuerdos de Paz y a investigar la persecución y asesinato de líderes sociales y exguerrilleros desmovilizados han sido los principales argumentos por los que los anteriormente señalados líderes de las FARC-EP han vuelto a las armas. Cabe señalar y tener en cuenta tres factores importantes en todo este nuevo capítulo de este turbulento postconflicto: el primero es el referido a la postura tomada por el partido FARC (partido liderado por el anterior líder de la guerrilla, Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”) contraria desde un primer instante a este regreso a las armas de ciertos líderes con los que ya había comenzado a cortar relaciones. En segundo lugar, esta vuelta a la selva y el monte no ha sido un movimiento mayoritario entre los exguerrilleros. La inmensa mayoría han permanecido fieles a los Acuerdos de Paz y continúan con sus labores de reinserción y reincorporación a la vida civil, dando un fuerte respaldo a todo lo acordado y un revés a los argumentos del Centro Democrático (partido del expresidente Álvaro Uribe y del actual primer mandatario Iván Duque). Por último, no podemos obviar el simbolismo tan potente que tiene que personalidades tan importantes para las negociaciones como Márquez o Santrich hayan vuelto a alzarse en armas contra el Estado. Se podría considerar como un torpedo a la línea de flotación del proceso de paz que, si bien ha hecho tambalearse todo, no parece que haya causado desperfectos de importante consideración.
Tampoco podemos olvidar los intentos que el Centro Democrático, contrario a la paz y los Acuerdos (recordemos que hizo campaña por el “No” en el plebiscito para refrendar dichos pactos), ha ido desarrollando no ya para boicotear la implementación de estos, si no para desacreditarlos y venderlos como una suerte de paz trampa que las FARC utilizasen para rearmarse y volver de nuevo a las andadas. Es cierto que este movimiento de Iván Márquez y compañía le ha venido de perlas al Gobierno para azuzar de nuevo el fantasma de la falsa paz pero el hecho de que Londoño y su partido hayan roto y se haya opuesto tan rotundamente a ese movimiento les ha dejado un poco descolocados. No obstante, no hay un solo instante en el que Álvaro Uribe, Iván Duque y todos sus compañeros de partido recuerden que hay una ínfima parte de guerrilleros que han vuelto a las armas. Sin olvidarnos, claro está, del constante azuzamiento del miedo a las disidencias contrarias desde un inicio al proceso de paz y los Acuerdos. Para este espectro político, se han soltado todos los males del infierno y han ido a caer todos en Colombia.
Mientras todo esto ocurre, la vuelta de un sector de las FARC a las armas no supone si no un aumento más en la inestabilidad que atraviesa el país desde la firma de los Acuerdos. Asesinatos de líderes sociales, las bacrim o bandas criminales (herederas muchas ellas del fenómeno del paramilitarismo), los ataques a candidatos electorales, los asesinatos de guerrilleros reinsertados o en proceso de reinserción. Todos estos fenómenos están generando una sensación en la sociedad de que, finalizada la guerra con las FARC, el problema de la violencia y el conflicto en Colombia no han desaparecido. Más bien al revés, han mutado y se han transformado en otra generación de violencia y conflicto que recuerdan a cosas ya vividas.
Y mientras la sociedad clama por la protección a los líderes sociales y a los candidatos electorales o, incluso, por la suspensión de los comicios de octubre, el Presidente de la República de Colombia, Iván Duque, no parece querer tomar alguna resolución importante para intentar solucionar este sangriento postconflicto. No parece querer hacerlo porque, electoralmente, le viene como anillo al dedo azuzar los fantasmas de una violencia política achacable a unas nuevas FARC que todavía no han realizado ninguna acción y a unas constantes intromisiones de Venezuela en la política interna colombiana (llegando a acusar al gobierno de Maduro de haber rearmado a los guerrilleros de Márquez o, incluso, de tener a sueldo a este y los otros líderes de esta nueva disidencia). Desviando la atención y queriendo vender los crímenes y amenazas contra líderes sociales y candidatos electorales como simples actos de delincuencia común o, como algunos ministros del Gobierno han admitido, “líos de faldas”, Duque comete un grave error. El no reconocimiento de la vuelta de la “guerra sucia” de los ochenta y noventa del siglo pasado contra líderes comunitarios y políticos de izquierda, la minusvaloración de las acciones de las bandas criminales, y la no implementación o boicoteo de los Acuerdos de Paz, no hacen otra cosa que generar un caldo de cultivo perfecto para que individuos como Márquez y Santrich vuelvan al monte. De todas formas, viniendo de un partido político contrario al final del conflicto con las FARC negociado, no deberían de extrañar los desplantes del Presidente en estos temas.
Todos estos datos nos hacen llegar a dos conclusiones importantes. La primera es la referente al no cierre del conflicto armado en Colombia: las bacrim, las disidencias de las FARC, el ELN, y otros actores amados continúan con el fusil al hombro y hacen difícil hablar de un posconflicto real; un posconflicto que sirva realmente como cierre de heridas, recuperación de la memoria, y justicia y reparación para las víctimas. La última de estas conclusiones nos lleva a los intereses que puedan existir para mantener activo dicho conflicto. Los pasos que tanto el Gobierno de Iván Duque como su partido Centro Democrático están dando a la hora de ningunear o ignorar casos tan flagrantes de “guerra sucia” como los asesinatos de líderes sociales o de candidatos electorales nos hacen pensar en una estrategia muy clara: es necesario el conflicto para mantener el discurso político de buenos contra malos que tanto rédito ha dado al partido fundado por Álvaro Uribe. Ante una situación de violencia extrema extendida por todo el país, se hace necesaria (y más aceptable) una serie de respuestas extremas para atajar estos desmanes. Por lo tanto, y para finalizar, no termina de quedar claro si esta sangría es “natural” y viene dada por una serie de circunstancias que escapan al control del Estado y el Gobierno o es una situación derivada de los más de cincuenta años de enfrentamiento armado y espoleada por un Gobierno al que podríamos señalar de irresponsable, capaz de cualquier cosa con tal de no aceptar los Acuerdos de Paz de La Habana.
Solo queda esperar y observar detenidamente todo lo que ocurre para concluir si el postconflicto es sangriento por naturaleza o lo están tiñendo de sangre adrede.