¿Qué es la educación del siglo XXI? ¿Qué papel juega la Historia en el ámbito educacional en la actualidad y qué rol debería jugar? En primer lugar, para plantearnos estas cuestiones debemos situarnos en un plano ideológico y de gobernanza específicos: el modelo hegemónico liberal-republicano de Estados-nación. Y lo mencionamos en estos términos ya que el concepto de educar y de educación que tenemos hoy en día nace en la frontera de la ilustración del siglo XVIII y del liberalismo decimonónico. Precisamente en esta frontera de pensamiento político e ideológico, se situarán las principales preocupaciones a futuro de diferentes autores de nuevas ideas revolucionarias. En este sentido los liberales del siglo XIX entendieron muy bien que era necesario educar o, como se denominará más tarde, instruir a la población en las nuevas ideas del mañana para que, en algún momento, se transformaran en las ideas del presente.
La educación fue entonces un instrumento político elemental para la construcción y desarrollo de una ciudadanía fiel a la nación; productiva, trabajadora e identificada con un proyecto de país que superaba la dimensión puramente económica. En otras palabras, la nueva sociedad nacional será educada para imaginarse colectivamente como un grupo homogéneo que avanza y supera los diferentes avatares tanto del pasado, como del presente y del futuro.
A lo largo del siglo XX la implantación progresiva y de desarrollo de la utopía del liberalismo decimonónico hizo posible que lo que fue utópico en un momento ya no lo fuera más. Aquello era una realidad. La sociedad dividida en diferentes Estados nacionales, con identidades propias y homogéneas, será normalizado por la ciudadanía de cada país. Pero ¿Qué tiene que ver la Historia en todo esto y, sobre todo, en el campo de la educación? De manera muy sintética y un tanto burda diremos que la Historia profesional nace como producto de la materialización de la utopía liberal decimonónica. Son los historiadores, a petición de un Estado docente, quienes redactan las Historias generales de cada nueva nación, con la finalidad de dotar a aquella nueva ciudadanía de una identidad propia con arraigo en un pasado imaginado y dotado de una capacidad para pensarse como un gran grupo social homogéneo en el futuro. A partir de aquí, en la frontera del siglo XIX y XX, la Historia formará parte del proyecto docente de cada Estado-nación, siendo una auténtica herramienta para formar ciudadanos creyentes en aquella utopía liberal y nacional. De esta forma Historia, Educación y formación ciudadana se integran para conseguir un objetivo común y fundamental: construir una ciudadanía nacional para el desarrollo de una sociedad, política, económica, social y culturalmente afín a la utopía del liberalismo. La educación se institucionaliza y las escuelas aparecen como un elemento público y masivo que toma protagonismo diacrónicamente durante todo el siglo XX como principal sustento de la formación de la ciudadanía.
¿Qué sucede ahora? ¿En qué punto nos encontramos en el siglo XXI para imaginar la educación y el rol de la Historia en la construcción de sociedades? Hemos mencionado que la educación fue conceptualizada, efectivamente, como una herramienta para formar o instruir a la nueva ciudadanía, donde la Historia aportará un importante valor gracias a la redacción de grandes relatos oficiales que funcionarán como un verdadero pegamento identitario y cultural alrededor de los Estados nacionales. Entonces ¿Son las Historias nacionales que aún se siguen enseñando a los jóvenes parte de una utopía o de un esfuerzo por pensar en el futuro? ¿La educación es parte de una utopía? Al respecto podríamos decir que está funcionando tanto el sistema educativo como la propia enseñanza escolar de la Historia más bien como herramientas de supervivencia y fidelización del sistema político, económico, social y cultural actuales. Los historiadores y educadores del siglo XXI ya no piensan en el futuro. Lo han abandonado a su suerte. Más bien se preocupan por procurar una ciudadanía responsable, atada a un pasado nacional y limitada unas percepciones que les impide visualizarse a sí mismos más allá de lo inmediato.
Diferentes organismos internacionales como la UNESCO, ODCE, Foro Económico Mundial, Banco Mundial, ATS21S (Evaluación y enseñanza de habilidades del siglo XXI) o IEA (Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo) llevan pensado, escribiendo y trabajando los últimos 50 años aproximadamente sobre qué tipo de educación se requiere para el siglo XXI. De todos ellos el más antiguo sin duda es la UNESCO, organismo internacional que ha establecido importantes orientaciones oficialistas acerca de cómo el sistema educativo debe adaptarse a los nuevos fenómenos económicos y del trabajo como la globalización, pero también a otros de un carácter más sociocultural como lo es el entendimiento a las nuevas sensibilidades, un ámbito que se traduce bajo el denominado aprendizaje en respeto a la diversidad o a la convivencia pacífica entre los jóvenes.
El respeto a la diversidad, el pacifismo, la convivencia social, la participación ciudadana, el conocimiento cívico y la adquisición de nuevas capacidades tanto técnicas como emocionales serán claves para la adaptabilidad de la ciudadanía venidera en un siglo XXI repleto de desafíos, tremendamente competitivo y que cada vez avanza más deprisa en materia tecnológica. O por lo menos esto es lo que piensan a día de hoy las principales fundaciones, instituciones y organismos internacionales encargados de informar a los diferentes Estados nacionales del mundo sobre lo que se debería hacerse en materia educacional.
Llegados a este punto nos preguntamos, ¿Y donde queda la Historia? ¿Necesita la Educación del siglo XXI de la Historia nacional y occidentalocéntrica que sigue vigente hasta nuestros días? La respuesta es sí, ya que la educación del siglo XXI que se defiende mayoritariamente en el mundo a día de hoy se hace desde la nación y desde un enfoque occidental. Y aunque todo esto sea cierto hay cuestiones que la educación del siglo XXI no conoce muy bien de la Historia como disciplina en la actualidad, como lo es su desconexión con la ilusión por “lo nuevo” y por toda aquella reflexión que tenga que ver con pensar el futuro o atreverse por imaginar lo utópico. Pero lo cierto es que la Historia en la actualidad no solo entierra el interés por las utopías, sino que además instaura la percepción en los estudiantes de que lo utópico es sinónimo de lo inservible, lo poco útil y más propio del cine de fantasía o ciencia ficción. Así pues, podemos decir que la Historia del siglo XXI constituye unos contenidos que se utilizan para formar ciudadanos que conozcan y comprendan un supuesto pasado común, que les sirva para vivir en consecuencia su presente y que, en última instancia, les haga percibir el futuro como un espacio de acción inmediato y cortoplacista.
Nuestra reflexión irá orientada, entonces, a que la Historia en la actualidad está sirviendo para algo más. Nos hemos dado cuenta de que en la actualidad la enseñanza escolar de la Historia está limitando la capacidad cognitiva de nuestros estudiantes a través del aprendizaje y memorización de un pasado monolítico, constrictivo y lejano; pero también del tiempo futuro, el cual les provoca o bien una profunda sensación de frustración o bien una completa y descarada indiferencia. ¿Es responsabilidad todo esto de la Historia? Sin duda tenemos algo de culpa. Los contenidos que son impartidos en las aulas de Historia del siglo XXI no están combatiendo el hedonismo de consumo ni tampoco el presentismo en el cual están atrapados no solo los jóvenes, sino la sociedad en su conjunto.
Es muy preocupante que los más recientes estudios e investigaciones en torno a la enseñanza escolar de la Historia no pongan atención en qué se está enseñando, pero sí mucho interés en cómo se debería enseñar Historia. Y de existir estudios al respecto, se hacen en función del currículo y no en torno a la naturaleza del propio contenido histórico.
Sin duda, la coyuntura manda en nuestros días. Mientras convivimos con un pasado que se percibe como un viejo, erudito y pesado relato que ha desconectado de nuestro presente y que es incapaz de ayudarnos a proyectar e imaginar diferentes futuros. La Historia ha pasado de ser visionaria a ser la carcelaria de las utopías. Será precisamente en este radical tránsito donde queremos poner el acento, caracterizado por el paso de unos contenidos históricos, revolucionarios y utópicos, al asentamiento y acomodo de una Historia como legitima guardiana de la memoria y del pasado (en singular).
Y con esto no estamos diciendo qué debe volver la Historia del siglo XIX o XX, sino que debemos rescatar aquella postergada preocupación por el futuro de la mano de historiadores e historiadoras conscientes de su importante función social tanto en la actualidad como en el mundo del mañana.
Y para conseguir este noble y necesario objetivo requeriremos de importantes esfuerzos interdisciplinares, ya que un mundo complejo requiere de diagnósticos que se nutran de diversas líneas de investigación, conocimiento y enfoques analíticos. El establecimiento de alianzas entre las humanidades no puede ser más pertinente en los tiempos que corren, donde la oferta y la demanda, el marketing publicitario o el consumismo desenfrenado han contaminado el proceso de globalización hacia una sociedad atomizada que es cada vez más neurótica y menos reflexiva.
Pero la Historia no deja de padecer síntomas similares. Una Historia anclada en narrativas axiomáticas, unilineales y cada vez más enfocadas al dato concreto, la fecha específica y al personaje ilustre. Sin duda podemos decir que esta Historia ha cumplido con su propósito inicial conforme al Estado y a la nación. Pero ha abandonado, al mismo tiempo, su espíritu imaginativo, creativo y prospectivo. El saber del mañana no pasa por insistir en más Historia tal cual la conocemos hoy en día, sino en refundar la Historia como un espacio de pensamiento crítico libre del Estado, de la nación y del proyecto liberal decimonónico. La Historia debe conquistar el ethos de una disciplina analítica y reflexiva que sepa diagnosticar el presente y pensar los futuros, ante pasados que son igualmente diversos y plurales.
Finalmente, nuestro objetivo es suscitar una profunda interreflexión deontológica y epistemológica al respecto de la Historia, la Educación y la Prospectiva. Entendemos que es necesario reanimar el espíritu utópico de la Historia y revitalizar los fines educativos, pero siempre y cuando estén conectados en todo momento con la gran pregunta “¿Qué sociedad queremos?” Esta vez Historia, Educación y Prospectiva deben ayudar a que los jóvenes y adultos del mañana logren emanciparse cognitivamente para que sean capaces de imaginar en auténtica libertad como quieren desarrollarse como individuos y como sociedad bajo los nuevos paradigmas sociales, culturales, políticos, económicos, medioambientales y tecnológicos. Este es el auténtico desafío, ya que no necesitamos únicamente nuevos relatos, sino nuevas herramientas humanísticas que nos posibiliten imaginar futuros posibles e ilusionarnos como colectivo humano.