Cuatro presidentes desde 2018. Tres de ellos en la última semana. Cabe añadir que de los 130 miembros del Congreso de la República del Perú 68 están siendo investigados por algún hecho ilícito. Más de la mitad del Congreso. Este es el panorama en el que navega —o más bien zozobra— la política peruana. Claro está que esta situación no surge por generación espontánea, sino que procede de un bagaje histórico con tintes de crisis estructural.
Desde el autogolpe de estado de 1992 y hasta ayer, la caterva de mandatarios peruanos podría resumirse brevemente con los siguientes datos: Alberto Fujimori (condenado por crímenes que van desde el homicidio a la prevaricación, pasando por el allanamiento y el secuestro, así como por la operación Lava Jato, volvió a prisión tras un indulto, irregularmente otorgado por PPK y revocado más tarde); Valentín Paniagua (presidente transitorio durante ocho meses); Alejandro Toledo (actualmente en prisión por el caso Lava Jato, más conocido como caso Odebrecht); Alan García (detención por el caso Lava Jato y fallecido por suicidio); Ollanta Humala (detención preventiva por el caso Lava Jato con investigación actualmente en proceso); Pedro Pablo Kuczynski (dimisión antes de su segundo proceso de vacancia tras vídeos incriminatorios por la compra de votos para dicho impeachment, compra auspiciada por Kenji Fujimori, hijo de Alberto, con posterior condena por Lava Jato y arresto domiciliario); Martín Alberto Vizcarra (presidente hasta el día nueve del presente mes de noviembre, investigado por la Contraloría General por indicios de concesión ilícita durante sus años como gobernador en Moquegua, cesado como presidente tras su segunda moción de vacancia por permanente incapacidad moral, figura jurídica cuestionable en su uso y en su vigencia); Manuel Merino (el 15 de noviembre de 2020 renuncia a la presidencia tras 5 días de protestas multitudinarias que dejan, al menos confirmados por el momento, dos muertos por la dura represión policial y varias decenas de desaparecidos); Francisco Sagasti (electo entre los pocos congresistas que no votaron a favor de la vacancia de Vizcarra, requisito previo, y en sustitución de Merino, ayer 16 de noviembre).
Con una cuestionable dinastía política como la vista en las últimas tres décadas, de todos los colores y partidos, todo sea dicho, cuesta no volver a la manida, pesimista y sempiterna pregunta, puesta en voz de Zavalita: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” (tal vez su autor, que algo tuvo que ver en la toma del poder fujimorista, al restar importancia a este rival político, cegado por su contienda con el APRA de Alan García, pudiera contestarla mejor).
Lo cierto es que en los últimos días el torbellino de acontecimientos ha llevado a que la población peruana de todas las regiones, especialmente la limeña, se lanzara a las calles en unas masivas protestas (aunque no hay datos oficiales, algunas cifras apuntan a centenares de miles de personas). Este tipo de protestas multitudinarias no ha sido un fenómeno muy habitual durante los últimos años en Perú, a diferencia, por ejemplo, de sus vecinos chilenos. Razón por la que resulta aún más impactante la participación y la virulencia de esta oleada de manifestaciones, mayoritariamente compuestas por jóvenes de la llamada generación del Bicentenario. Manifestaciones que, durante los cinco días que duró el mandato de Merino, fueron duramente reprimidas por el aparato policial, dejando hasta el momento dos víctimas, centenares de heridos y que han llevado a la ONU a enviar observadores que estudien las posibles violaciones de derechos humanos. Como señalan algunos manifestantes entrevistados en los noticiarios del país andino, su motivo no es la defensa de Vizcarra, del que muchos sospechan que hará honor a las tradiciones de su predecesores, sino del abuso de la figura de la vacancia con motivaciones meramente personales por parte de Merino y una gran parte del legislativo. Es la expresión de hartazgo por una corrupción crónica y unos partidos vacíos de ideario, que utilizan la política como campo de batalla para sus intereses económicos y rivalidades internas. No hay más que observar el nivel de profundidad que alcanzan las ramificaciones del caso Lava Jato entre la élite política del país.
Pero la fuerza con la que se ha dado la reacción ciudadana de los peruanos ha sido fulminante, provocando la salida de Merino. En un principio todo parecía indicar que la candidata para sustituir a Merino sería Rocío Silva-Santisteban, política y escritora postulada en un primer momento, pero fue rechazada por parte del Congreso (42 votos a favor, 52 en contra y 25 abstenciones). Algunas voces durante el proceso la tacharon a voz en grito de “comunista”. Además de su posición de izquierdas (la sombra de Sendero y del MRTA es alargada en la política peruana) probablemente tampoco ayudó a su elección, en un congreso mayoritariamente compuesto por hombres y todavía con la pervivencia de prejuicios machistas, el hecho de ser mujer. Y así se dio la llegada de un nuevo candidato. Este es Francisco Rafael Sagasti Hochausler, autodefinido como centrista, de la bancada del Partido Morado, de perfil tecnócrata como asesor de diversos ministros y con una buena (o al menos superior a la de sus predecesores) reputación como académico y escritor, dentro y fuera de Perú. Esta mañana reconocía en una entrevista concedida al Canal N que “la clase política le hemos fallado [al pueblo], no hemos estado a la altura” proponiendo “recuperar la esperanza […] mediante el ejemplo”. Abogaba el ingeniero y desde hoy presidente del Congreso (mañana será investido presidente de Perú) por el uso de la imaginación y el aprender a escuchar frente al insulto y la viveza como sinónimo de éxito. No eludió la posibilidad de mencionar la cercana fecha del Bicentenario de la Independencia, habitual referencia política en Latinoamérica de cara a buscar la unión nacional y, no debe pasar desapercibido, hecho histórico que da nombre a la generación de jóvenes que ha desatado las protestas y que continúa en ellas. Una juventud fuertemente azotada por los devastadores efectos, sanitarios y económicos, del COVID19 en el Perú, que cuenta con uno de los peores datos de la región.
Finalmente, el actual presidente interino (condición que quiso resaltar, prometiendo desapego de las ideas de su partido y la formación de un gabinete plural) propuso una lista de prioridades para su mandato. La primera, garantizar un proceso electoral limpio y transparente. La segunda, la lucha contra el COVID19 y la preparación frente a la segunda ola (aquí destacó la labor de los sanitarios y aprovechó para narrar su visita a los heridos de las protestas). La tercera, la economía. La cuarta, la seguridad. Y la quinta y última, la reforma política para luchar contra la corrupción (sin saltarse los procesos de la ley ni de la Constitución). Para cumplir este indudablemente ambicioso programa, Francisco Sagasti, tiene algo menos de cuatro meses. Sin entrar en juicios valorativos sobre sus intenciones, parecen esperanzas demasiado altas para conseguirse antes de las elecciones de abril de 2021. Lo que sí resulta deseable es que de aquí en adelante la estabilidad vuelva a recuperarse en las calles de Perú y que la clase política tome ejemplo de su ciudadanía para que haya unas elecciones pacíficas tras la presidencia itinerante.
Tal vez sea un buen momento para que la sociedad peruana se replantee el modelo político, quizá siguiendo el ejemplo chileno y tratando de cambiar una Constitución política como la de 1993, redactada en parte por Fujimori para perpetuarse en el poder. Tal vez sea en ese punto en el que pueda hallarse la respuesta a la incómoda pregunta.